Opinión

El amor Real

Los reyes, no los Magos, sino los que viven en la Zarzuela, el otro día se miraron. Disque lo hicieron con tanto arrobo y embelesamiento que tal imagen dio la vuelta al mundo como muestra de lo intenso y vivo que sigue el real amor después de largos años de matrimonio.

Al menos eso contaba la prensa del corazón, tan proclive a buscar enemistades, auspiciar divorcios y propiciar dramas familiares como a encontrar la ejemplaridad en el detalle más nimio que escenifique, queriendo o no, la familia real.

La escena se anunciaba tan emotiva e inspiradora que había que ser muy indiferente como para no morder el cebo y no esperar el tiempo necesario hasta que el programa tuviera a bien mostrárnosla.

Por mi parte, a punto estuve de coger palomitas y sentarme a ver un remake de algunos de los mejores momentos del cine romántico. Me imaginaba la lluvia o el viento o un campo de trigo o unos prados verdes acabados en acantilado, qué sé yo, al menos, la proa de un barco.

Me preguntaba si la caída de ojos entre ambos sería al estilo parpadeo de Hugh Grant y sonrisa cándida de la novia de América o más bien un fijar la vista a la manera de “te voy a dar lo tuyo y lo de tu primo” de Sharon Stone al cruzar las piernas frente a Michael Douglas en aquella peli de los noventa.

Para mi decepción, la mirada en cuestión tuvo lugar en una escalera mecánica lo cual no hacía presagiar nada bueno, y dónde los voceros del amor monárquico apreciaban toda esa pasión yo no vi más que un gesto de la complicidad natural y esperable entre personas que conviven bajo el mismo techo y tienen un proyecto común y además no son psicópatas.

Debí habérmelo imaginado, el amor real y sus manifestaciones necesitan más de fe que de evidencias.

En otro tiempo no muy lejano esas imágenes de amor las protagonizaban los eméritos. Doña Sofía y Don Juan Carlos posaban una y otra vez en aquellas portadas en las que se ensalzaba la naturaleza inacabable y hermosa de su historia de amor, marcada aún más por la belleza tierna y rubia de sus cariñosos vástagos, quienes a la hora de heredar no han dudado en matar al padre, porque, desengañémonos, en la realeza la familia no existe, todo es estirpe.

De todos los gatos por liebre que nos tragamos a menudo, pocos como ese que se nos sirvió calentito y durante décadas con aviesa intención, supongo que con la consciencia de que una institución hereditaria sólo puede sostenerse con el mimbre mágico de los cuentos de hadas. Lo malo es que al final siempre aparece la rana.

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