Opinión

¿El fin del modelo?

HOY, ocho años después de la puesta en marcha de la ley de Dependencia y a la vista de la evolución demográfica y social prevista para los próximos años, nadie pone en duda que la adopción de una ley de estas características es absolutamente necesaria. Estamos ante un gran avance en protección social, que supone que todas las personas dependientes pasan a tener derecho a determinadas prestaciones sociales basándose en los principios de universalidad y equidad. Sin embargo, su efectiva puesta en funcionamiento no ha estado exenta de críticas e incluso las evaluaciones realizadas desde la propia administración han dejado en evidencia muchos desajustes en la aplicación de la norma. La falta de financiación, la incorrecta definición del nuevo modelo de cuidados, la ausencia de coordinación sociosanitaria, la inexistencia de un tratamiento equitativo con independencia del lugar de residencia (incluso en la aplicación del baremo para la dependencia) y los retrasos en el desarrollo de la ley son algunas de las críticas.

El debate sobre la financiación del coste de la dependencia se inició incluso antes de la promulgación de la ley, poniendo en duda la suficiencia financiera del sistema y la sostenibilidad futura de la ley. Fruto de este debate, fuimos testigos de sucesivas modificaciones legales que han reducido la ‘generosidad’ de los servicios y han retrasado su completo desarrollo hasta julio de este año. Sin embargo, con un coste que ronda el 0,8 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB), no parece que estemos ante un esfuerzo financiero inalcanzable e insostenible.

En Dinamarca, este coste supone el 4,6 por ciento del PIB; en Holanda, el 4,1, y cifras semejantes en Finlandia y Noruega. Pero también Italia y Francia, con una complicada situación económica, superan el 2 por ciento, y más que doblan el esfuerzo español.

Aunque estas cifras ayudan a relativizar nuestra situación, es oportuno realizar otra reflexión para afrontar con garantías el aumento de recursos para financiar las necesidades futuras. En este punto, quería llamar la atención sobre tres cuestiones. La primera es que la mejor forma de hacer sostenible el sistema es reduciendo la necesidad de cuidados. Para ello, es clave el tratamiento de enfermedades crónicas. Debemos promover un sistema sociosanitario que prevenga la dependencia y deje de priorizar alargar la vida.

En segundo lugar, debemos buscar formas más eficientes de atender la dependencia, y ello requiere la evaluación de servicios sociales, algo que en España brilla por su ausencia, no solo por falta de cultura evaluativa sino porque todo gasto social es considerado positivo. A ello contribuye que las escasísimas evaluaciones realizadas fijan como resultado la cantidad de servicios recibidos, no su impacto sobre la calidad de vida.

Por último, habría que aumentar los recursos destinados a la dependencia. Esta posibilidad, dado que casi toda la financiación pública es ‘pay as you go’ (la pagan básicamente los trabajadores), podría generar a corto y medio plazo problemas de equidad intergeneracional y sostenibilidad social del sistema. Y así, generaciones que están teniendo condiciones laborales menos favorables van a financiar generaciones que tuvieron mejores oportunidades económicas.

Melchor Fernández es profesor de la facultad de Económicas de la USC y del Idega

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