Opinión

Una túnica negra

HACE CUATRO años, en unas vacaciones en Estambul, vi a una mujer con el famoso burkini: una prenda delirante que cubre todo el cuerpo y que por estar confeccionada con un tejido elástico permite torpes movimientos de natación a su sufrida portadora. La chica que lo llevaba era guapa, o así me lo pareció al ver surgir su rostro de una especie de absurdo marco de licra. Aquel verano lo marcaron aquellas mujeres saudíes hospedadas en mi hotel que paseaban en niqab bajo el inclemente sol turco mientras sus maridos – a veces, uno para cuatro o cinco – llevaban frescos ternos europeos, cuando no camisetas de tirantes. Recuerdo a una de aquellas jóvenes: iba vestida de negro, y tocaba su cabeza con un velo del mismo color, rematado por el más primoroso bordado en oro que he visto en mi vida. Hubiese querido hacer lo que hago cuando veo a una mujer con una prenda que me gusta: mostrar mi admiración por lo que lleva, preguntarle tal vez dónde lo ha comprado. Lo hubiese hecho de no ser porque el esposo de aquella chica me lanzó una mirada terrible cuando se dio cuenta de que había posado la vista en su mujer. Aquellos ojos negros me recordaron que la muchacha del pañuelo con hilo de oro era presa de algo seguramente mucho más terrible que la túnica que la cubría. Recuerdo también una situación inversa: una adolescente con el rostro descubierto que iba por el aeropuerto Kemal Ataturk se fijó en mi indumentaria de vaqueros, camiseta y zapatillas, y luego miró a su madre, cuyo hijab sólo permitía ver un rostro marchito. Teníamos la misma edad y muy distinto destino. Pensé en aquellas mujeres al saber que la joven campeona de ajedrez Anna Muzychuk se había negado a competir para revalidar su título en el mundial de Riad por no lucir la “abbaya” que la organización imponía a las participantes femeninas. Ojalá la chiquilla que me crucé en un aeropuerto turco tenga, cuando sea adulta, la posibilidad de vestir unos vaqueros en vez de una túnica negra.

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