Opinión

Pedir perdón

CUANDO ÉRAMOS pequeños, mis hermanos y yo inventábamos a diario formas de tocarnos las narices mutuamente. Una de nuestras preferidas era echarnos encima del otro cuando estuviese leyendo, o viendo los dibujos en la tele, o merendando apaciblemente, y preguntar con voz meliflua “¿molesto? ¿molesto?”. Era una buena manera de buscar camorra, y aquello solía terminar en pelea fraterna. Recordé  la broma entre mis hermanos al escuchar el otro día a Rita Maestre diciendo que siente mucho su entrada triunfal en la capilla “si alguien se sintió ofendido”. Vamos a ver: cuando uno va a una iglesia y se quita la camiseta, cuando grita media docena de barbaridades, lo lógico es que el que está en allí rezando o escuchando misa (que es lo que se suele hacer en esos sitios) tenga razones para ofenderse, del mismo modo que yo sabía perfectamente que a mi hermana le molestaba que me subiese a su chepa cuando estaba con los deberes. Que Rita Maestre intente convencernos de que pensaba que su actuación no tiene importancia alguna me parece demasiado inverosímil como para darlo por bueno. Lo que hizo la actual portavoz del Ayuntamiento fue, como mínimo, faltar al respeto a todos aquellos que –en su legítimo derecho– consideran una capilla un lugar sagrado, donde no se grita, ni se prometen incendios, ni se enseña el suje. No sé si hay en esas declaraciones un poso de inconsciencia o un rescoldo de provocación, como insinuando que el revuelo armado es cosa de alguna gente que no aguanta nada. Me pregunto si la actitud de Rita Maestre no le pasará factura en la sentencia. Si no sería preferible que dijese “hice una estupidez que dolió a algunas personas, y lo lamento profundamente”. No es tan difícil. No es tan duro. La mayoría de las veces, para enmendar el mal que se ha hecho, basta con pedir perdón. Lo que no puede ser es pasar el balón a la parte ofendida, como diciendo a los que se sintieron lastimados por su hazaña “hijos, qué delicaditos sois”.

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