Opinión

Otegi en el Ateneo

EL ATENEO barcelonés está en uno de los edificios más bonitos de una ciudad salpicada de arquitecturas hermosas. El palacio Savassona, construido a finales del siglo XVIII, fue reformado en 1907 por Font Gumá y un joven Josep María Jujol, que sería con el tiempo uno de los discípulos más aventajados de Antonio Gaudí. El Ateneo y su fastuosa biblioteca –cuyos murales están firmados por Francesc Pla- , de casi medio millón de volúmenes, han atraído durante un siglo y medio a artistas, intelectuales y pensadores. La institución fue presidida por prohombres de varias épocas, desde el eterno candidato al Nobel Joaquín Guimerá hasta Oriol Bohigas, pasando por Pompeu Fabra, Jaume Masso i Torrents o Ferran de Sagarra. Más de cien años de prestigio de una institución han sido arrojados por la borda hace tres días cuando se invitó a Arnaldo Otegi a disertar bajo su noble techo. No sé de quién fue la feliz idea de llevar a Otegi a vomitar su bilis al mismo lugar por el que pasaron Josep Pla o Mercé Rodoreda, pero se me escapa la última intención de tamaño disparate… salvo que alguien quiera desprestigiar la solemne historia ateneísta. A partir de ahora, en la nómina de visitantes ilustres, hay también un delincuente, un miserable, un cobarde. Me pregunto quién sale ganando con este juego inútil. Cómo se explica la presencia de semejante ejemplar en un foro pensado para cultivar el pensamiento,  las ciencias y las artes. Arnaldo Otegi no es un teórico, ni un pensador, ni es nada: sólo un tipo despreciable que ha alimentado su vida con el dolor de muchas personas. La biografía de Otegi está salpicada con las lágrimas y la sangre de cientos de seres humanos. Entre ellos, las víctimas del atentado de Hipercor. Quién nos iba a decir aquella tarde aciaga de verano, mientras la ciudad entera gritaba de pena por los niños muertos, que años después Otegi iba a ser recibido y escuchado en el Ateneo de Barcelona. Cousas veredes, que decía mi abuela.

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