Opinión

Mercero

LA SEMANA pasada estuve en Lisboa. Veinticuatro horas escasas que me sirvieron para comprobar que sigue siendo una ciudad luminosa y acogedora, que siguen haciendo el mejor hojaldre del mundo (el crujido de los “pasteis de nata” no tiene comparación con ningún otro sonido sobre la faz de la tierra) y que en Portugal –como en Francia, Italia o Alemania- están rendidos a “La Casa de Papel”. El caso de la producción de Netflix no es único: las series españolas arrasan en medio mundo. De “Velvet” a “Gran Hotel”, de “Isabel” a “El ministerio del tiempo”, la ficción televisiva hecha en España es un producto de calidad muy respetado internacionalmente. El fin de semana nos trajo la noticia de la muerte de uno de los hombres que inició ese camino, el gran Antonio Mercero. Mercero creó la pesadilla seudogótica de “La Cabina” (imposible olvidar al eterno José Luis López Vázquez encerrado con un teléfono inútil) y luego inventó la adolescencia con “Verano azul” e hizo llorar a todo el país al grito de “¡Chanquete ha muerto!”. Su “Farmacia de guardia” ayudo a subir otro escalón a la comedia en la tele. Mercero fue maestro de guionistas y directores, generoso Pigmalión de muchos novatos y sabio consejero para quienes empezaban en el tinglado y necesitaban un guía. Se marchó ayer, pero a Antonio Mercero le habíamos perdido hace tiempo: se lo llevaron las nieblas del alzheimer a un mundo ajeno y desconocido al que nadie sabe cómo entrar y del que solo se sale para alcanzar la muerte. Ahora se ha ido, pero nos deja un legado excelso de trabajo y talento que no sé si seremos capaces de reconocer. Los españoles somos desagradecidos, por eso me preocupa que no se nos ocurra recordar lo que es más que obvio: que Antonio Mercero fue uno de los grandes revolucionarios de nuestra industria audiovisual y pionero en éxitos en una época en que eran escasos. Descanse en paz después de estos años en los que tuvo que preguntar a los suyos “Y tú ¿quién eres?”.

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