Opinión

Los taxis y la historia

MUY CERCA de mi casa había un pequeño gimnasio. Lo habían montado dos chicas, con mucho esfuerzo y muchos créditos. Funcionaba bien hasta que en la calle de al lado abrieron un gimnasio municipal, y las chicas se quedaron sin parroquia: el otro recinto era mejor y más barato, y además tenía piscina. Las dueñas tuvieron que cerrar. También había un café con un videoclub. Era una gozada: tenían todas las películas y las últimas series, se montaban tertulias improvisadas y después de elegir dvd, podías tomar un café y un trozo de tarta. Pero llegó Netflix y todos dejamos de renovar las suscripciones de alquiler. Los dueños tuvieron que reconvertir el local. Ahora es un restaurante con zona de copas. He ido un par de veces. Está bien, aunque echo de menos el videoclub. En el Londres del siglo XIX había cientos de personas que desempeñaban un curioso oficio: estaban encargados de recoger los excrementos de los caballos que tiraban de carros y carruajes. Cuando los automóviles empezaron a cruzar las calles del Strand, el Pall Mall o Picadilly, todos aquellos que vivían de retirar las bostas perdieron su medio de vida. El progreso es cruel, pero no hay forma de frenarlo, y en eso pensaba esta semana demencial en la que Madrid se quedó sin taxis en protesta por el auge de las VTC. La indignación de los taxistas es comprensible, pero no suficiente para poner puertas al campo de los cambios en las grandes ciudades. Y es cierto que las VTC tienen que regularse seriamente para que puedan operar en condiciones de legítima competencia con el sector del taxi. Pero pretender que las cosas sigan como hace treinta años es tan absurdo como querer que los coches de caballos siguieran paseándose por Londres para mantener los empleos de aquellos que recorrían las calles recogiendo deposiciones. La huelga de taxis fue un éxito, pero Madrid ha seguido moviéndose. Y es que el mundo no se para aunque unos cuantos lo hagan. No hay otra forma de escribir la historia.

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