Opinión

La muerte de Tiziana

SE LLAMABA Tiziana. Tenía treinta años, un nombre hermoso y la vida por delante. También, quizá, un punto de inconsciencia que le llevó a participar en un juego absurdo que terminó mal: un vídeo sexual grabado con su consentimiento fue enviado sin control a tres o cuatro personas que lo difundieron en las redes. Y ahí empezó la odisea de Tiziana para pedir, legítimamente, su derecho al olvido. Mientras ella reclamaba a Facebook o a youtube un poco de misericordia, se multiplicaban las reproducciones del vídeo y llegaban las bromas. Sugieron los “memes”, las parodias, los chistes replicados mil veces por ese altavoz sin piedad que son las redes sociales. Alguien hizo camisetas alusivas al episodio. Toda Italia sabía su historia. Tiziana dejó su casa, su ciudad, a su familia, y trató de buscar el anonimato imposible en esta época de información desmadrada. La lucha judicial dio sus frutos y se reconoció a la joven el derecho a echar tierra sobre su imprudencia. Pero el mismo juez que dictó la sentencia decidió que Tiziana tenía que pagar las costas del juicio: veinte mil euros que no tenía. Y la chica, que llevaba meses sin salir a la calle, que no podía trabajar o dar un paseo con sus amigas, no soportó ser veinte mil euros más desdichada y se quitó la vida. Como son tantos los que cargan con el peso de la culpa (el novio indiscreto, el juez riguroso, los gestores de las páginas web, los cómicos que inventaron nuevas bromas sobre Tiziana, los tipos rijosos que reproducían su vídeo, los diseñadores de camisetas con su nombre) es posible que ésta se diluya. Nadie será castigado. Tiziana está muerta, y en algún lado del mundo esperan más chicas como ella, otras Tizianas jóvenes y alocadas que serán presa fácil de los malvados, de los viles, de los miserables que creen que arruinar la vida de una persona hace más ricas y más divertidas sus vidas mezquinas. Espero que al menos uno de los que la provocaron se sienta cómplice de la muerte de Tiziana.

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