Opinión

Judith Kerr

Judith Kerr murió el jueves. Tenía 97 años y una larguísima y exitosa carrera como autora de novelas infantiles. Quizá su nombre no les diga nada, pero quizá hayan leído alguna vez Cuando Hitler robó el conejo rosa, la más celebrada de sus novelas, que es una metáfora de su propia infancia arrebatada por los nazis. El mundo de la literatura nunca estará suficientemente agradecido a los autores de libros infantiles y juveniles: son ellos los que descubren a los más jóvenes el mundo de las letras, los que crean lectores, los que despiertan en los niños el amor por la literatura y los libros. Si yo no hubiese pasado mi infancia leyendo —Richmal Crompton, Ennyd Blyton, Berthe Bernage, Elena Fortún— no me hubiese convertido en voraz lectora en mi edad adulta y, desde luego, jamás me hubiese dedicado a escribir. 

Hubo un tiempo no muy lejano en que la literatura para niños y jóvenes estaba considerada un género menor, como una suerte de entretenimiento de segundo orden. Tuvo que llegar la señorita JK Rowling con su saga de Harry Potter para hacer entender a la industria del libro que allí había un filón de oro. En los últimos años, las novelas para jóvenes han alcanzado justamente la categoría de arte mayor, y sus autores se convierten en personajes respetados y mimados por las editoriales, que les reconocen como verdaderas máquinas de hacer dinero. Pero consiguen algo más que sanear las cuentas de las empresas: los best sellers para jóvenes forman a las nuevas generaciones de lectores. Ahora mismo andan por el mundo miles y miles de adultos que se asomaron a los libros de la mano de JK Rowling, Cristopher Paulini o Laura Gallego. Hoy le pediré a mi padre que busque por los estantes de la casa el ejemplar manoseado de Cuando Hitler robó el conejo rosa. Pienso releerlo en homenaje a su autora, que fue una de las que me enseñó el camino al único mundo en el que es posible viajar en el tiempo y en el espacio.

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