Opinión

El virus

ANDAN LOS ánimos revueltos a cuenta del coronavirus. Caen las bolsas, se habla del asunto en la barra de los bares y tiene uno la sensación de que cada nuevo contagio se convierte en noticia de titular: el otro día escuché en la radio anunciar el primer caso de Aragón y me pareció que había algo de triunfo en la voz del periodista, como si estuviese quitando un peso de encima: ninguna comunidad sin su infectado, no vaya a ser que alguien lo sienta como un agravio. Los médicos con los que hablo no me parecen preocupados en exceso: anteayer me decía uno que lo normal sería pasar el virus en casa, con paracetamol, mantita y caldo de pollo, como los catarros del colegio, pero no puedes pedir a la gente que no tenga miedo si el virus de marras abre los informativos de las tres de la tarde. Al acabar este artículo había en España 52 casos, que no parecen muchos: poco más de uno por cada millón de almas que transitan a diario por el país.

No hay nada raro en la calle ni en los locales, los teatros y las cafeterías están llenas y el viernes en Arco todo el mundo se saludaba dándose besos antes de preguntar por el precio de las obras colgadas: la normalidad frente al conato de apocalipsis que parecen anunciar, tenebrosas, las ediciones de los noticieros. En todo caso, es imposible prever cómo va a evolucionar el coronavirus. Estamos ante un enemigo silencioso del que uno no puede fiarse precisamente porque está envuelto en interrogantes y misterio. No sabemos cómo empezó, ni si el devenir de la enfermedad nos reserva aún alguna sorpresa. Y es ahí donde reside el pánico: en la sensación de no saberlo todo. Yo, por mi parte, no tengo mascarilla ni frasquito de alcohol, voy estrechando manos, el sábado asistí a un espectáculo de flamenco y a una cena en un restaurante, y hoy tengo entradas para el clásico. Si esto se complica, que al menos me pille pasándolo bien. Como decía el inolvidable Penedo, "total, para cien cochinos años que vamos a vivir…".

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