Opinión

Cosas de viejos

YO TENÍA dos tías ancianas. Muy ancianas. Marina, la menor, contaba ochenta y nueve años y estaba espléndida. Cristina, algo mayor que ella, tenía más goteras, pero aun así vivían juntas, felices, tranquilas. Una mañana, hace ahora dos años, Marina salió a hacer la compra e ingresar unos euros para pagar la hipoteca de una mujer a la que iban a echar de su piso. Ella era así. Cuando regresaba a casa, un coche la arrolló en un paso de peatones. Hubo que operarla de urgencia: rotura de cadera. Pasó unos días horribles en el hospital, sufriendo cruelmente. Volvió a casa para seguir su recuperación, convertida ya en una inválida. Murió quince días después. Su hermana, que se había quedado sola, ya no podía valerse. Ingresó en una residencia de ancianos, donde pasaba el día preguntando por Marina, llorando por su ausencia y esperando la muerte como un alivio a su tremenda soledad y su desconsuelo. Falleció a los dos meses, de pena y desamparo. Desde entonces, sus herederos (entre los que no me encuentro) batallan con el seguro del coche que atropelló a Marina: un ejército de peritos y abogados intentan desligar la muerte de mi tía del accidente que provocó su asegurado. No murió de eso, dicen, aunque la autopsia de mi tía relaciona su deceso con las heridas infligidas. Era muy vieja, aseguran, y no tiene nada que ver un atropello en esa muerte que se produjo 4 semanas después. No sé en qué acabará esto, y ni siquiera estoy segura de que me importe, más allá del cinismo de una aseguradora. Pero sé que aquella mañana hace dos años un conductor no sólo acabó con la vida de Marina, sino que también provocó la muerte de su hermana. Las echo de menos cada día. Y no dejo de pensar en que la muerte las privó de muchas cosas buenas a las que tenían acceso, aunque una compañía de seguros parece considerar que una persona de noventa años ya no tiene derecho a gran cosa. Ni siquiera a cruzar por un paso de peatones sin que un coche se le eche encima. 

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