Opinión

Camisetas

HACE DÍAS, en una conversación formal, alguien habló de los códigos de vestimenta en actos sociales y en el trabajo. Yo apuesto por ellos: del mismo modo que no voy a la playa con tacones de aguja y una chaqueta con lentejuelas, tampoco aparezco en el pleno del Congreso con vaqueros rotos y unas zapatillas deportivas. Pasarse por las narices las normas de cortesía a la hora de arreglarse sólo se justifica cuando la situación económica de alguien no le permite seguirlas. Pero el menos afortunado de los diputados españoles gana tres mil euros al mes, lo que posibilita unas mínimas dosis de formalidad en el atuendo. Llegar al Hemiciclo con una camiseta raída, una chaqueta astrosa o unos zapatos sucios sólo se entiende desde la pura provocación. En eso está degenerando la política española por mor de unos cuantos descontrolados. La intervención de Gabriel Rufián en la Comisión, insultando a un compareciente, fue el momento álgido de una temporada en la que en la Carrera de San Jerónimo hemos tenido de todo: los escaños convertidos en un tendal, ardientes defensas de delincuentes encarcelados, camisetas reivindicativas, carteles varios, besos a tornillo, payasadas de todo jaez. A una señorita he visto yo descalzarse y apoyar los pies en la mesa del ordenador. No nos pagan para dar al parlamento atmósfera de bar de mala muerte. Ganamos más que la mayoría de los españoles, y no está entre nuestras obligaciones hacer el gamba o el gamberro. Acaso podrían perdonarse las mamarrachadas si las formas sin control escondiesen una labor silenciosa y tenaz a favor de la mejora de las leyes. Pero no se hagan ilusiones: detrás de las camisas sin planchar, los jerseys llenos de bolas,  los exabruptos y las chulerías no hay nada de nada: ni un asomo de brillantez real, ni una brizna del verdadero trabajo parlamentario, ni la sombra de un empeño en el bien común. El espectáculo lamentable puede estar servido y bien servido, pero no hay más. Ese es el problema.

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