Opinión

Turrón de chocolate

CUANDO ERA pequeña, una de las grandes emociones de estas fechas era la compra de la primera tableta de turrón de chocolate de Suchard, que empezaban a venderse con la llegada de diciembre. Aquellos eran otros tiempos, no digo que mejores, pero distintos. Sólo había unos cuantos sabores de turrón – el duro, el blando, el de coco, el de yema tostada y uno de frutas que siempre quedaba en la bandeja muerto de risa– y los dulces navideños se reducían a los polvorones de Estepa, los mazapanes y los pasteles de gloria, que mi padre aseguraba que sabían a pelikán. También unas almendras horribles rellenas de pasta de almendra, y los piñones azucarados y sosos que venían en paquetes de plástico. Casi todos los comía por tradición y con cierta desgana, excepto el turrón de Suchard. La primera tableta duraba lo que el fin de semana. Luego mi madre imponía su disciplina y había que tasarla, en parte para que no me pusiese mala y en parte para que no llegase a la noche del 24  aburrida de la golosina. Pero mi interés por el turrón de chocolate no era casual: lo relacionaba con todas las cosas buenas de las fechas que se avecinaban: el montaje del nacimiento, el olor  del abeto navideño, la iluminación de las calles, las veladas en familia,  la perspectiva de los regalos y la emoción de la noche de reyes. Ha pasado el tiempo, y los turrones llegan al supermercado a finales de octubre, como tantos dulces inverosímiles propios de las fechas. La marca del turrón de mis amores ha diversificado la oferta, pero yo sigo sintiendo nostalgia del sencillo bloque de chocolate de toda la vida. Ya no me abalanzo a por la primera tableta, porque no es lo mejor para los kilos. Pero la próxima semana, cuando pongamos el árbol en mi casa de Madrid, compraré una pastilla y comeré el primer trozo de turrón con los ojos cerrados, intentando volver a aquella época maravillosa, cuando la Navidad duraba tres semanas y el turrón de Suchard era el preludio a los días más hermosos del año.

Comentarios