Opinión

Trillo se va

TRILLO SE va, o lo echan. Uno nunca sabe. Han pasado muchos años desde aquel día infausto en que se cayó un avión que parecía una cafetera y murieron sesenta y dos personas. La vida del responsable último de toda una cadena de disparates siguió como si tal cosa. Siempre me he preguntado si nunca, en estos años, se preguntó cómo habrían sido las vidas de los sesenta y dos soldados que perecieron en un accidente evitable. Si pensó en todo lo que se habían perdido. Si se sintió culpable. Ahora, al escuchar su despedida del puesto de embajador, tengo claro que no. No ha habido en su intervención ni una palabra de piedad, ni la sombra mínima del arrepentimiento. Era, quizá, el momento para redimirse. Para pedir perdón. Para dar alguna explicación, para buscar una disculpa: hay gente que, a pesar de todo, está deseando creerle. Desperdició la ocasión que le brindaba el destino, esa puerta abierta para mostrar a las familias que en todo este tiempo no ha olvidado lo que ocurrió hace años, allá en Trebizonda. Que ha pensado en ellos y en su desdicha. Pero a Trillo le pudo la soberbia, y oyéndole hablar pensaría uno que se marcha porque ha cumplido una etapa, o porque está harto de la eterna humedad de Londres y de beber jerez seco con queso Stilton. En el fondo, envidio esa falta de conciencia, esa aplastante seguridad en sí mismo que demuestra el exministro y exembajador y ex lo que sea. Imagino que será mucho más fácil vivir así, con los ojos cerrados, el alma en un puño y los sentimientos blindados al interés por el otro. Volverá a España, donde le aguarda un puesto ganado en una oposición y una vida tranquila. Si yo fuera Trillo tendría pesadillas todas las noches. Si yo fuera Trillo imploraría el perdón de las familias de sesenta y dos soldados, porque de todas formas sería incapaz de perdonarme a mí misma. Vuelvo a leer las palabras con las que dejó su puesto y esta vez no siento envidia, sino una pena profunda. Que le vaya bien, señor. 

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