Opinión

Tráiganlos a casa

Tuve que llamar a mi prima Cris para dar con el autor del poema que llevaba días martilleándome la cabeza: "Vías de auga, velas rotas / o demo, ceibo na barra / fuxen pra terra as gueivotas / e choran nenos en Corme / e a nai que ten moitos fillos / non sei como sono dorme". No recordaba que lo había escrito Noriega Varela, pero sí los versos que leí de pequeña y que describen en una líneas  magistrales el horror de un naufragio. Se me vino a la mente el poema cuando supe del naufragio del Villa de Pitanxo, en las aguas heladas de Terranova, y pensé en esas madres que no duermen, en esas esposas del mar que no saben si son, como decía Rosalía, viudas de vivos o viudas de muertos. El mar es un tesoro y una amenaza, que presta prosperidad —da gusto velos chegar, pola mañá cedo, cheirando frescura— y a veces cercena la vida con la crueldad que condensa el poema.

Cuando escribo estas líneas no se han encontrado todavía todos los cuerpos del barco hundido en Canadá. Yo sólo pido que no dejen de buscarlos, porque no es humano darlos por perdidos: el mar devuelve siempre lo que se lleva. Esas madres, esos hijos, esos amigos de alma  tienen derecho a saber dónde están sus muertos, y darles tierra para poder llorarlos en algo parecido a la paz. Porque en pleno siglo XXI es inhumano rendirse a la evidencia de la dificultad de un mar helado y una galerna. Que sigan buscando los restos de esos hombres que saben que salir al mar es una aventura de final incierto, y aún así se embarcan para engrandecer la leyenda de los hombres de mar y los océanos, del cuerno de la abundancia de las aguas generosas, y la lucha constante entre la prosperidad y la amenaza, entre la muerte y la vida. Los cuerpos de los marinos del Villa de Pitanxo están en alguna parte. Tráiganlos a casa para pagar la deuda que nos queda con todos ellos, que seguían saliendo a faenar y a enfrentarse a tempestades a sabiendas del riesgo que corrían.

Y aún dicen que el pescado es caro.

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