Opinión

De regreso (Crónicas del virus)

ESTE VIERNES, después de diez semanas confinados, Marcial y yo salimos juntos a cenar. Fue como tener una primera cita: me tiré días pensando en el acontecimiento, en qué me pondría, en qué pediría. El lugar, la terraza del Círculo de Bellas Artes. La azotea del Círculo tiene las mejores vistas de la ciudad. Posiblemente las mejores vistas del país, tal vez del mundo. Llegamos con tiempo para ver la puesta de sol recortándose sobre el perfil de la sierra y los tejados de Madrid: el cielo se puso de color naranja, luego violeta, y ya cerca de la oscuridad de la noche, una especie de velo malva fue cubriendo los edificios iluminados: el palacio de Vistahermosa, el Instituto Cervantes, la puerta de Alcalá, la Biblioteca Nacional, el complejo de Castellana, las copas de los árboles del Retiro. Hacía calor, pero un calor cordial y nada pegajoso, que invitaba a quitarse la chaqueta al ritmo de la música de jazz que sonaba de fondo. Los camareros sonreían detrás de las mascarillas. La carta había sido sustituida por un código QR, y las mesas estaban prudentemente separadas las unas de las otras. Pedimos un vino de Madrid —Gatuno— y brindamos por la vuelta a la vida. Abajo, en la calle, el tráfico enloquecido de los viernes de antes se había metamorfoseado en un manso fluir de autobuses y algunos coches despistados. Alrededor de nosotros, parejas y grupos de amigos hacían lo mismo que antes de la pesadilla, y con tanta naturalidad como si nunca nos hubiésemos ido. Como si no fuese un viernes excepcional, como si no llevásemos dos meses y medio esperando la llegada de este viernes. Queda mucho camino por recorrer, pero hemos empezado a andarlo este fin de semana en el que nos reencontramos con las cosas normales y supimos qué afortunados éramos por poder dejar de echarlas de menos después de tanto tiempo. Volvimos a casa paseando despacio, felices como dos adolescentes, respirando el aire suave de la noche de mayo. Madrid ha empezado a regresar.

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