Opinión

El precio de un menú

EL MEJOR cocinero del mundo, Dabiz Muñoz, anunció la semana pasada una subida sustancial del menú de su restaurante de tres estrellas Michelín. De pronto, decenas de señores y señoras que no han ido jamás a cenar al restaurante de marras —igual que la que esto escribe— salieron como hordas enloquecidas a protestar por una decisión empresarial cuyo ámbito de influencia empieza y acaba dentro de las paredes de Diverxo.

Uno puede entrar a valorar si pagar casi cuatrocientos euros por un menú es o no una barbaridad, pero a nadie debería importarle una higa, puesto que nadie está obligado a pasar por el aro y gastarse 365 lereles en los platos sublimes que prepara Muñoz. Pero personas supuestamente sensatas, supuestamente preparadas, supuestamente leídas, mezclaban en el mismo tuit el precio de un restaurante de superlujo con el drama de las colas del hambre, como si el que una familia no tenga para comprar aceite, pasta y lentejas fuese consecuencia directa de lo carísimo que es comer en el restaurante de Dabiz Muñoz.

Yo nunca he pagado 400 euros por una comida (lo cual no quiero decir que no lo haga en un futuro si me lo puedo permitir y me lo pide el cuerpo), de la misma forma que jamás me he comprado un kilo de angulas o unos zapatos de piel de cocodrilo, pero me parece perfecto que otros lo hagan, que haya zapatos carísimos y menús estratosféricos y gente que se gasta en una cena lo que yo en la compra del mes. Se llama libre mercado y ayuda a que el mundo avance.

Que estemos como estamos y que haya reacciones colectivas a la carta de Diverxo define perfectamente la sociedad absurda que nos está quedando. En un país en el que la escalada del precio de la luz obliga a las familias a poner la lavadora a horas intempestivas, un país donde productos de primera necesidad empiezan a convertirse en artículos de lujo por el alza de la cesta de la compra, protestar por la subida del menú de un restaurante es una bochornosa forma de postureo.