Opinión

Pequeños milagros

LA NOCHE era extremadamente calurosa como solo saben serlo las noches de canícula en Madrid, más aún cuando es época de Feria del Libro. La editorial Planeta celebraba su fiesta tradicional, al aire libre, con barra de refrescos y cerveza y dulces de hojaldre con miel, en pleno jardín de la Casa Árabe de Madrid. Y allí me planté después de dos años de sequía, de dos años sin las fiestas con las que el mundo editorial obsequia a los amigos después de días de firmas interminables. Llevaba en la mano una caña recién tirada y estaba saludando a antiguos colegas cuando se rompió la tira de una de mis sandalias. La miré, desolada: era el fin de una noche que prometía brindis y reencuentros, conversaciones largamente pospuestas, regresos a la vida. No podía caminar con la sandalia rota, y lo de seguir la fiesta descalza está muy bien para las películas, pero es poco práctico en la vida real.

Estaba a punto de claudicar y marcharme a casa a maldecir mi suerte cuando una de las camareras que atendían la fiesta —una chica muy joven, muy guapa, de ojos vivísimos— me llevó a una esquina y apareció con una grapadora que no sé de dónde sacó. En dos minutos, y mediante una encantadora chapuza, recuperamos mi sandalia —cruzada ahora por dos enormes grapas, como dos cicatrices — y mis posibilidades de participar de una fiesta que habíamos esperando durante veinticuatro meses. Supongo que aquella chica llevaba horas trabajando, tirando cervezas, sirviendo bebidas, recogiendo sobras y barriendo los cristales rotos de alguna copa hecha trizas contra el suelo. Tenía todo el derecho a estar cansada, quizá harta, malhumorada incluso. No tenía por qué haberse preocupado ni por mí ni por mi sandalia rota: entre las obligaciones de una camarera no está la de hacer pequeños milagros. Pero hay personas que andan por el mundo intentando mejorar aquello que está a su alcance. Y el viernes por la noche, en el restaurante de la Casa Árabe, yo me encontré con una.

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