Opinión

Nely y las otras madres

PASÉ los veranos de mi adolescencia en la urbanización de Santa Marina. A solo un cuarto de hora del centro de la ciudad, aquel lugar se convertía en un micromundo con sus propias reglas, todas sencillas, de diversiones fáciles y más bien inocentes: mañanas de piscina, tardes de bicicleta, paseos nocturnos con una pléyade de quinceañeros que nos escondíamos para echar el primer pitillo o beber a hurtadillas una cerveza distraída a las neveras de los padres. Fue una buena época. La amistad de los chicos se mutiplicaba en la de las familias, y no era raro que las horas de las comidas las mesas de unos se nutriesen con los hijos de los otros, que por las noches alguien se quedase a dormir en una casa ajena, o que en una cocina se preparase merienda para una docena de chicos. En aquella época, compartíamos a nuestras madres, que cocinaban flan para todos o, después de alguna trastada, practicaban curas de urgencia al hijo de otra madre para que el lesionado llegase a casa con la sangre restañada y la venda puesta, y el susto (y la bronca) se atenuasen. Recuerdo a todas aquellas madres. A Fina Somoza, en cuya casa dormí tantas veces y que nos dejaba acampar en su jardín. A Angelines Menéndez, que hacía una empanada sin cebolla porque a sus hijos les gustaba así. Y a Nely Boado, especialista en auxiliarnos cuando cometíamos alguna trapisonda, y que era la más proclive a convertirse en cómplice de las peores travesuras. Esta semana supe que Nely había muerto, y la recordé a ella y a todas aquellas madres alegres, entregadas, generosas, que hicieron mejor nuestra adolescencia feliz. En mi memoria son mujeres maduras, pero ahora me doy cuenta de que en aquellos maravillosos años tenían que ser mucho más jóvenes de lo que yo soy ahora. Hoy que Nely y otras de aquellas madres ya no están, las recuerdo con la mejor de las nostalgias y espero que, allá donde se encuentren, sepan que fueron parte importante de la época más hermosa de nuestras vidas.

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