Opinión

Mi amigo Max


Yo siempre le llamé Max. Ni Maxim, ni Máxim, ni ninguna otra cosa. Max. Nos conocimos hace años, cuando le hice una entrevista. Ni él ni yo habíamos cumplido los 40. Máximo Huerta era famosísimo, divertidísimo, ingeniosísimo. Y tras triunfar en la tele, empezaba a cumplir su sueño de ser escritor. Nos hicimos amigos no porque fuese escritor ni porque fuese famoso, sino porque Max es una de las mejores personas que he conocido en mi vida. 

Cuando lo nombraron ministro de Cultura, lo primero que sentí no fue ni orgullo ni alegría, sino una sensación vaga de inquietud que jamás compartí con él. Luego llegaría el absurdo asunto del conflicto con Hacienda, un episodio antiguo y superado legal y moralmente. Ahora entiendo que Sánchez necesitaba una historia así para subrayar su pureza de sangre, y utilizó a Máximo Huerta, que era bueno, noble y generoso, y estaba más solo que la una en la jungla del sanchismo.

Esta semana, Max contó en ‘El Hormiguero’ que en el encuentro con Pedro Sánchez que precedía a su dimisión, el presidente del Gobierno solo se preguntaba en voz alta cómo iba a recordarlo la historia. No al ministro dimisionario, sino a él mismo. No hubo una palabra de aliento al escritor de éxito al que había lanzado a los leones, ni un «siento mucho todo esto» al hombre cuya vida se estaba derrumbando. Y en esa escena, en la que Sánchez retrata su triste dimensión humana (la capacidad de compasión es lo que nos separa de las bestias), está condensado todo lo que es quien preside el Gobierno de España. 

Max, mi amigo, pasó por el infierno y luego por el purgatorio, se curó las heridas con el árnica de la inteligencia, el tiempo, y el amor de toda la gente que le quiere. Y volvió a la escritura y a la televisión, y también a la vida. Ahora acaba de hacer realidad su último sueño: abrir una librería en su pueblo natal, donde no había ninguna. Porque ese es el destino de las personas como Max: acabar haciendo siempre cosas extraordinarias.    

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