Opinión

Mi abuela

Cuando era pequeña, no entendía la obsesión de mi abuela Blanca por aprovecharlo todo. Era incapaz de tirar ni un solo objeto averiado sin luchar previamente por arreglarlo. Se rompía el asa de una olla e improvisaba otra con unos cables de acero y un poco de cinta aislante. Daba la vuelta al cuello de las camisas cuando empezaba a desgastarse. Remendaba las medias, reparaba una y mil veces los zapatos rotos.

Lo suyo no tenía nada que ver con la racanería: era una de las personas más espléndidas que he conocido. Pero había vivido la infancia en una familia pobre, y el escenario de su adolescencia y su juventud  habían sido la guerra y la posguerra, con su triste surtido de privaciones. Así que mi abuela se negaba tozudamente a desperdiciar ni una sola cosa, no digamos ya los alimentos. Hacía croquetas con los restos del pollo asado (las más ricas que he probado en mi vida), comía cocido tres días seguidos hasta que no quedaban más que los huesos, y tostaba el pan sobrante para rallarlo, guardarlo en un enorme tarro de cristal y usarlo para empanar filetes.

Recuerdo una vez que, sabionda, intenté explicarle que la luz que gastaba el horno hacía más rentable el pan rallado que se compraba en la tienda, pero ni me escuchó: para ella, que había vivido años de escasez, no tirar el pan no era una cuestión de economía, sino de principios. Si tiempo atrás había suspirado por una ración de pan más grande que la que marcaba la cartilla de racionamiento, su conciencia le impedía desperdiciar los regalos de la época de abundacia. Ahora que se habla de economía circular, de responsabilidad en el consumo y de aprovechamiento de los recursos, recuerdo a mi abuela afanándose para no tirar unos zapatos agujereados o sacando partido a las sobras de la cena, y pienso hasta qué punto ella —y tantas otras mujeres de su época— supieron anticiparse a los tiempos futuros desarrollando un respeto material por los dones que les habían sido negados. 


 

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