Opinión

La cuenta atrás

Hace catorce años, una revista femenina me otorgó un premio que daban también a Nacho Cano. Cuando recogí el mío, en el discurso de agradecimiento dije que cuando tenía quince años e iba por la casa cantando a gritos Barco a Venus, me habría dado un ataque si me hubiesen contado que recogería el mismo premio que uno de los hermanos Cano. En ese momento Nacho, que estaba sentado en primera fila, se puso de pie y me dio un beso delante de las mil personas que asistían a la fiesta, que se liaron a aplaudir: fue el momentazo de la noche.

No volví a verle nunca más, pero por eso y por otras cosas siempre he adorado al más joven de los Cano. Y si no, habría empezado a adorarle el pasado jueves, cuando organizó el solemne y bellísimo homenaje a las víctimas del covid cinco minutos antes de la cuenta atrás. Él al piano, la voz de cristal de Maryan Frutos y un coro de jóvenes protegidos por mascarillas negras que era la metáfora de la sobriedad y el dolor teñido de esperanza, con una puerta del Sol desierta ante el reloj de antaño, como de año en año.

Mientras sonaba el temazo, televisión española emitía una charla entre las presentadoras de las campanadas. Así, en lugar de disfrutar el coro de jóvenes, el piano de cola o las imágenes que mezclaban a sacerdotes bailones, drag queens y niños saltando, pudimos ver a Anne Igartiburu y Ana Obregón con sus mejores galas delante de un adorno floral —que parecía diseñado para la boda de un hortera rico o para cubrir el ataúd del primer ministro de una república bananera— estratégicamente colocado para tapar la imagen de la bandera española.

No tengo nada en contra de los discursos motivadores de Anne y Ana, pero los guionistas de TVE bien podrían haberlos programado unos minutos más tarde. Porque, tal y como está la tele de todos, uno llega a entender que intenten tapar una bandera que no les gusta. Lo que no hay forma de entender, por mucho que lo expliquen, es que ya tampoco les guste Nacho Cano.

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