Opinión

Jacinda y el adiós

Jacinda Arden, la carismática primera ministra de Nueva Zelanda, ha dimitido de su cargo y anunciado su retirada de la primera línea política de su país. "No puedo más" –dijo– "el tanque está vacío". Cuando se despidió, en una sorpresiva rueda de prensa, parecía desolada. No me pareció que su adiós fuese una forma de liberarse (muchas veces, el que deja la política lo que hace es quitar de encima una losa muy pesada) sino una rendición dolorosa: la del que lo ha intentado y no puede más. No es la primera persona que renuncia a algo importante, y me da igual que sea un puesto en el gobierno, un trabajo o una pareja.

No creo que lo que ha hecho Jacinda Arden sea fácil. Detrás de cada decisión dolorosa, sea personal o profesional, quedan jornadas de dudas, noches de insomnio, sentimiento de culpa, tímidos momentos de ánimo que hacen que uno se replantee las decisiones más drásticas, y, al final, el golpe del desánimo y la certeza de que no hay nada por lo que luchar, y es mejor aceptarlo.

Yo no sé por qué ha dimitido Jacinda Arden, y de hecho quizá sólo ella conozca las claves ocultas de ese adiós a un puesto al que había accedido a lomos de una apabullante mayoría de votos. Una decisión así no se toma desde el capricho o el impulso: a veces uno siente que llega al borde de un precipicio, y simplemente prefiere no saltar.

El cualquier caso, es de justicia respetar al que da un paso atrás, o al lado, o al medio, y dice hasta aquí hemos llegado. Nadie tiene derecho a juzgar al que muestra las manos vacías, saca una bandera blanca y se rinde. Ojalá Jacinda Arden tenga suerte en la nueva vida que emprenda, y encuentre en sus próximos cometidos –es una mujer joven con mucho futuro por delante– la paz y la energía que ahora no tiene.

Esa ausencia de estímulos que la llevó, en un ejercicio de libertad suprema, a decir en público que se marcha porque no puede más. También hace falta valor para rendirse. A veces, mucho más que para seguir adelante.

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