Opinión

Fiesta en Downing Street

Una de las cosas que peor llevé durante la peor época de la pandemia fue la prohibición de socializar. Pasé meses sin reunirme con la gente que quiero, sin hacer cenas en casa, sin quedar en una cafetería. Luego, superado lo más duro, mis diez amigos y yo quedábamos a comer en dos mesas separadas, y nos pegábamos carreras adolescentes para regresar a casa antes del toque de queda, como hacíamos a los quince años, cuando llegar tarde equivalía a un castigo. El triste consuelo que teníamos ante esta situación kafkiana era que todo el mundo civilizado estaba igual, y que en ambos hemisferios, a este y a oeste, miles de millones de personas renunciaban a la vida social, a la fiesta, a la diversión colectiva que ayuda a dar sentido a la existencia.

Ahora sabemos que la excepción a la regla estaba en Reino Unido, en concreto en el número 10 de Downing Street. Allí, mientras usted y yo celebrábamos encuentros por zoom y contábamos hasta seis para cenar en una terraza, el equipo de Boris Johnson se entregaba a la fiesta rachada, al chunda chunda, al bebercio —compraron hasta una cava de vinos— y a divertirse en comandita choteándose, supongo, del resto de los mortales. Lo malo es que el premier británico no solo lo sabía sino que hasta participaba de los saraos. Cuando los obreros ingleses no podían ir al pub a tomarse una pinta, Johnson y los suyos se lo pasaban en grande en un edificio oficial.

Para rizar el rizo, una de las juergas se organizó recién fallecido el esposo de la reina de Inglaterra, el nonagenario Felipe de Edimburgo. Y ese será para Johnson un grave problema: aunque los ingleses le acaben absolviendo por las farras clandestinas, sus relaciones con Isabel II pueden quedar deterioradas para siempre.

Dicen que Jackie Kennedy nunca perdonó a Grace de Mónaco que siguiese bailando en una fiesta cuando le comunicaron que JFK había sido asesinado. Uno puede excusar lo que le hagan a los vivos, pero no olvida los desprecios a los muertos.

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