Opinión

Feria

EL RETIRO es una especie de isla en mitad de Madrid. En realidad, todos los parques urbanos son oasis en medio del tráfago de las ciudades: promesas de paz que rompen el desequilibrio de los atascos, una quimera de árboles y fuentes cantarinas y praderas artificiales para hacernos la ilusión de civismo en la jungla del asfalto. A finales de la primavera, el parque del Retiro multiplica su efecto balsámico al inaugurarse la Feria del Libro, y en el paseo de coches florecen las casetas junto a los castaños de indias.

Quienes no hayan visitado nunca la Feria del Libro de Madrid se pierden un espectáculo singular de gentío de todas las edades que elige comprar libros al sol abrasador de los últimos días de mayo, y guarda cola ordenada para conseguir un ejemplar firmado y hacerse una foto con algún escritor. Es cierto que últimamente el éxito más palmario se lo llevan los jóvenes youtubers, algún cocinero famoso o una instagramer de nuevo cuño aficionada a los viajes literarios, pero sigue habiendo encuentros emocionantes entre escritores y lectores, y honestas esperas hasta llegar a la caseta del autor admirado y seguido durante una vida de lecturas. Todos los años llueve al menos un día.

Todos los años se bate algún récord: de firma, de venta, de espera ante el fabricante de bestsellers. Todos los años los libreros reparten horchata y granizados a los autores, que se disputan las casetas con sombra y aguantan con resignación el turno al sol. No hay grandes sorpresas, porque la Feria es ya un ritual con sus pasos felizmente marcados de invasión librera en pleno pulmón de Madrid.

La Feria del Libro de Madrid es un regalo, un prodigio, un milagro que se repite cada año, como los milagros con mucha solera. Porque tiene algo de irreal que, desde hace 81 años, cada primavera, los autores, los lectores y los libreros se conjuren en el Parque del Retiro para hacer frente a la eterna crisis de la cultura, y demostrar que es falso el mantra de que la gente no lee.

Comentarios