Opinión

Este es Marlaska

He tenido miedo por mi integridad física dos veces en mi vida. Una, en un viaje en avión en medio de una tormenta, cuando di tan por segura mi muerte que introduje mi DNI en el bolsillo interior de mi americana para facilitar la identificación de mi cadáver (les juro que es cierto). La otra, hace casi dos años, en la manifestación del orgullo gay, cuando una turba descontrolada estuvo a punto de lincharnos a mí y a mis compañeros de Ciudadanos. De aquello nos libraron cuatro policías de la secreta que estaban en el tumulto para prevenir robos, y al darse cuenta del tostado, asumieron la responsabilidad de ayudarnos. Cuando escuché a uno de ellos pedir refuerzos, desesperado —"tenéis que mandar a alguien más. Nos van a aplastar"— me di cuenta de que nuestra seguridad estaba en peligro. Horas antes, el ministro Marlaska había dicho que era lógico que se nos prohibiese asistir a la manifestación del Orgullo, porque aceptar los votos de Vox para formar gobiernos "tenía que tener consecuencias". Las consecuencias fueron que un montón de bestias nos echaron pis en la cara, nos escupieron, nos insultaron, nos zarandearon y estuvieron cerca de causar una tragedia. Aquellos energúmenos solo necesitaban la bendición de un ministro para envalentonarse en sus planes. Luego, el propio Marlaska pondría en duda los sucesos del Orgullo con un informe redactado por personas que ni siquiera habían estado allí. Desde entonces espero encontrármelo para que me diga que me inventé que me echaron orines en la cara. Marlaska ha seguido dando pruebas de su miseria ética, como el cese del coronel Pérez de los Cobos, por negarse a proporcionar información de una causa judicial. Esta semana, y en una durísima sentencia, la audiencia nacional ha declarado que el cese fue ilegal. Si Marlaska tuviese vergüenza, dimitiría, pero no lo hará nunca: solo le importa el sillón. Tiene suerte de haber jurado el cargo en la era Sánchez: con otro PSOE tendría las horas contadas.

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