Opinión

El despatarre

LA SEMANA pasada, la Asamblea de Madrid aprobó en pleno prohibir el despatarre. No me parece mal: como usuaria de transporte público, certifico que anda suelta demasiada gente  que ocupa su sitio y parte del mío en un ejercicio de incivismo con el que se debería acabar. Lo que ya no me convence es que, como pretende los proponentes de la medida, el despatarre tenga mucho que ver con el machismo: por lo general, abrir las piernas más de la cuenta es sólo un síntoma de mala educación, de falta de urbanidad, de andar “a monte”, como decíamos en mis tiempos, y eso no sabe de sexos. En el bus, en el metro, en el tren, incluso en el avión, he visto a mucha gente despatarrada, hombres y mujeres, y confieso que me contenté con pensar que eran unos groseros: cuando alguien se me despatarra  nunca me atrevo a pedirle que cierre las piernas y se conforme con su asiento sin hacer uso del mío y el del vecino. Cada vez que me encuentro con un despatarrador (o despatarradora), me limito a encogerme sobre mí misma y a buscar disimuladamente otro sitio libre en el que poder instalarme lejos de extremidades ajenas que invaden mi espacio vital. Me gustaría tener valor para enfrentarme al que se despatarra,  plantarle cara, ponerle los puntos, pero relaciono el gesto de adueñarse del espacio de otro con una naturaleza violenta: estoy convencida de que el que se despatarra impunemente también está dispuesto a darme dos sopapos si le pido que deponga su actitud. Así que me aguanto. Ahora en Madrid se podrá echar mano de la ordenanza para luchar contra los bárbaros que se abren de piernas donde no deben. Me temo que no servirá de mucho, pero por algo hay que empezar. Si progresa la medida, Madrid acabará siendo ciudad libre de despatarre. Si ahora conseguimos también que recojan la basura a la hora, que no se retrasen los autobuses y que en el metro funcione bien el aire acondicionado, quizá podamos empezar a pensar en considerarnos completamente felices.

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