Hace cuarenta y tantos años, cuando tenía cinco o seis, tal día como hoy entregaba orgullosa el regalo del Día del Padre. Consistía, como pueden imaginar, en algún horror perpetrado en el colegio con plastilina, cartón pluma, papel charol y tijeras de punta redonda, pinzas de la ropa desmontadas, cáscaras de huevo, cachos de madera o botones rotos. Daba igual. Los niños de mi generación crecimos confeccionando insoportables artilugios para nuestros padres en fechas cercanas al 19 de marzo, siempre convencidos, bendita inocencia, de que les iba a hacer mucha ilusión un bote para los lápices hecho con el interior de un rollo de papel higiénico, un ambientador para el coche confeccionado con una pastilla de jabón Rexona o una postal donde habíamos pegado flores resecas con purpurina, arroz teñido o trozos de algodón.
Que no se escandalicen las generaciones actuales, pero en los 70 un regalo típico del Día del Padre era un cenicero —se hacía con una pasta gris que se solidificaba y que pintábamos para aumentar su efecto pavoroso— porque se suponía que los papás fumaban. También se hacían pisacorbatas con clips, y bandejas para poner las llaves, todas feísimas.
Imagino que hay cosas que no cambian y que los más pequeños siguen haciendo con sus propias manos los regalos del Día del Padre. Y hoy hay señores fingiendo muchísima ilusión al desenvolver el paquete que entregan sus hijos (recuerden que los críos tienen memoria de pez, y jamás preguntarán por el destino final del portalápices o el cuadrito de chapas que alguien acabará haciendo desaparecer). Porque en ese segundo en que cae el papel y aparece la pretendida obra de arte, ningún padre del mundo ve un pisapapeles mal pintado ni un posavasos irregular: ven a su hijo con el mandilón de cuadritos y las rodillas llenas de raspones, afanado en la tarea para darle una sorpresa. Y lo demás se borra, como pasaba hace cincuenta años. Y como, si Dios quiere, seguirá pasando dentro de otros cincuenta.