Opinión

El cumpleaños de Verónika

Mi amiga S. recibió una llamada hace unos días. Una persona cercana le pedía ayuda: tres mujeres y dos niños ucranianos llegaban a Madrid de paso para otro destino en España, y no tenían sitio para pasar la noche. Tras una semana durmiendo al raso y un viaje de pesadilla, estaban dispuestas a quedarse hasta la madrugada en el aeropuerto. Mi amiga ofreció su casa para que pudieran descansar, y además de enterarse de otros detalles del grupo de viajeros, supo que una de las niñas que llegaba cumplía ocho años al día siguiente. Así que, con ese sexto sentido que tienen las buenas personas, decidió que aquella cría iba a celebrar su cumpleaños. Recogieron a los viajeros en Barajas al filo de las doce de la noche. Llegaron a la casa, donde había preparada una cena casera. Y al acabar, mi amiga sacó una tarta para que Verónika, la niña ucraniana a la que habían arrancado a empujones de su casa y de su vida, soplase la vela de sus ocho años. La cara de la niña se transformó al ver la tarta y el regalo que le ofrecieron. Y aquella chiquilla asustada y medrosa se convirtió en una cría como otras tantas celebrando su aniversario. Quiso cantar y bailar, se rio, abrazó a sus caseros ocasionales, y antes de irse a dormir (¡cerca de las tres de la madrugada!) le dijo a mi amiga, con una sonrisa radiante "¡el año pasado no pude celebrar mi cumpleaños por el covid, y pensé que este año no podría celebrarlo por la guerra!". Mi amiga dice que se estremeció al escuchar aquella frase terrible, pero la pequeña Verónika parecía muy contenta: para ella, soplar una vela, recibir un regalo, comer tarta y cantar con su madre era una especie de triunfo. Un corte de mangas a su destino torcido. Una forma de reivindicar el derecho a seguir siendo feliz. La familia siguió su camino hacia un éxodo de final incierto, pero Verónika se llevó de Madrid la fiesta de cumpleaños más especial de su vida. Y mi amiga dijo que el regalo, el mejor regalo del mundo, se lo había hecho Verónika a ella.