Opinión

Comida para todos (crónicas del virus)

Acabo de regresar del supermercado de mi barrio donde, desde hace tres sábados, el banco de alimentos pone un pequeño stand y pide a los vecinos que hagamos un poco de compra extra para las familias de la zona que necesitan ayuda. Tienen una lista expuesta con las necesidades más acuciantes. Hoy pedían yogures, aceite, compresas, jabón, quesitos. Útiles de primera necesidad. Parches de urgencia para lo imprescindible. Remedios contra el hambre.

Una de las responsables me contó que atienden a trescientas personas y que buena parte de ellas nunca hasta ahora habían tenido que recurrir a la demanda de comida. Son hombres y mujeres con empleos normales, que viven al día, a los que nada faltaba pero nada sobraba. Hombres y mujeres a los que un Erte es suficiente para empujarlos a la caverna de la necesidad más acuciante.

Los vecinos se portan, y en poco tiempo el mostrador se llena de los artículos solicitados. El mío es un barrio normal, un barrio donde hay de todo: gente mayor, gente joven, gente con muchos recursos y gente que vive con lo justo, ejecutivos y jubilados, familias y solteros. Casi todo el mundo aporta. Una señora entrega un cartón de zumo: posiblemente es lo único que puede permitirse. Otra llega con un carro lleno hasta los topes de yogures y botellas de aceite de oliva. La crisis tampoco es igual para todos.

La chica que se encarga de la logística me cuenta que esta mañana se les acercó un señor y les preguntó si estaba segura de que lo que estaban recogiendo era para familias españolas. Y esa chica, que dedica los fines de semana a pedir comida para otros, que tiene que mirar de frente a la necesidad y a la miseria, que ve en los ojos de otros la vergüenza y el apremio, respiró hondo y le dijo que sí, que todos españoles, que no se preocupase que lo tenían controlado, porque necesitaba más las latas de atún que le entregaba aquel miserable que asegurarse de su condición humana. He llegado a mi casa y me he echado a llorar.

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