Opinión

Chocolate

Una de mis debilidades, que no cambia con el paso de los años, es el chocolate. Siendo yo muy pequeña, mi madre compraba unas tabletas cuyo nombre no consigo recordar, pero sí que tenían un pajarito de colores pintado en el envoltorio. Por aquel entonces solo había en el mercado tres o cuatro marcas de chocolate, y Nestlé reinaba sobre todas, con su papel rojo y sus letras blancas, y la promesa de que había un vaso de leche en cada tableta. Luego llegó la nocilla, que en algunas casas se consideraba un veneno. No así en la mía: gracias a ello merendé muchas veces aquellos emparedados tiernos rebosantes de pasta de chocolate y avellana. Los bombones, en los 70 y 80, eran un lujo. En casa entraban muy de vez en cuando unas cajitas transparentes de Suguimar, y los Cortados Uña, que eran todos iguales, pero no importaba, y los bombones de licor, con su guinda de almíbar. Una vez, un amigo de mi padre que volvía de Suiza nos trajo un toblerone gigante. No podía creer que existiese algo tan maravilloso como aquella enorme cordillera de cacao y almendras. En verano, los viajes a Canarias abrían la puerta a los bombones ingleses: las coloridas latas de Cadbury’s, los after eight, las chocolatinas Mars y las bolsas de Maltesers. Luego, con la entrada en Europa, nos invadieron los chocolates desconocidos, los sofisticados bombones belgas con rellenos de guirlache y crema de rosa, las especialidades Ferrero y las tiendas Lindt con chocolatinas de pera, de caramelo salado y de virutas de coco. La vida ha cambiado, y los bombones ya no son un lujo, y en casi todas partes se producen chocolates exquisitos. En Fitur probé la última sorpresa en materia chocolatera: las insuperables trufas de aguardiente que preparan en la Escuela de Hostelería de Galicia. Pero, tras transitar durante años por todos los chocolates del mundo, confieso que daría cualquier cosa por volver a probar aquella tableta del pajarito, metida en el pan, y entregada por mi madre a la salida del colegio

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