Opinión

Chity y el 26 de Rosaline Road

LA CASA DE Chity, el 26 de Rosaline Road, estaba en Fulham. Ahora se ha convertido en un barrio chic de Londres, pero a principios de los noventa Fulham era un suburbio bohemio con un punto sofisticado, lleno de tiendas y pequeños restaurantes étnicos, en el que vivían artistas y jóvenes ejecutivos que en el futuro comprarían una casa en Chelsea o un apartamento de lujo en la City. Gente en construcción, como el barrio. Como yo. Allí me fui en el verano de 1993, con la carrera recién terminada, sin poder creer todavía que me hubiesen dejado las llaves de una casa de ensueño maravillosamente amueblada: mis compañeros me contaron que Chity la había decorado en un frenético fin de semana en el que visitó mercadillos, tiendas de antigüedades y grandes almacenes hasta convertir la vivienda en la más acogedora de Londres. Chity me había ofrecido aquella casa —su casa— de la misma forma que me invitaba a cenar, me prestaba un chal para ir a una fiesta o me llevaba en coche en una tarde de lluvia. Ella era así. Le gustaba compartir su buena suerte, daba igual que fuese la preciosa residencia de Londres o las salas de su galería de arte en Españoleto, en la que incluso me dio trabajo durante un tiempo. Chity era de esas personas que sacan todo el partido a la vida, precisamente porque se aseguraba de que todos participásemos de lo que tenía. He conocido a pocas personas más genuinamente generosas que ella. Tampoco más agradecidas cuando recibían algo. Era como si creyese que su esplendidez no merecía ser reconocida. Cuando volví de Londres, de aquella casa magnífica, de aquel viaje iniciático que empezó a ensanchar mi mundo y a cambiar mi vida, le hice un pequeño regalo que recibió como si fuese el tesoro de los zares. Ella era así.

En estos últimos años no nos veíamos mucho, pero estábamos siempre en contacto. Nos llamábamos, nos encontrábamos por casualidad en algún lugar de ese Madrid que nos acogía a las dos. Estábamos al tanto de lo que nos pasaba. Nos cuidábamos en la distancia. Si me pasaba algo bueno, una de las primeras llamadas que recibía era la suya. Cuando nos veíamos en Lugo era como dar un salto en el tiempo. Siempre acabábamos hablando de nuestras madres, la mía ya convertida en la más dolorosa de las ausencias, la suya atrapada entre las brumas de la desmemoria. Nosotras, sin embargo, seguíamos recordándolas como lo que fueron, jóvenes y guapísimas, paseando juntas por los cantones o participando de un baile de carnaval en el salón regio del Círculo. Los recuerdos son así: uno elige con cuáles se queda, y Chity y yo habíamos optado por conservar los mejores. Por eso no llorábamos por nuestras madres. Preferíamos preservar su memoria en el particular formol de la belleza y la alegría. Chity se murió el martes. Inesperadamente. Injustamente. Absurdamente. Me enteré por un mensaje de texto que me hizo perder pie. Aún no me hago a la idea.

Chity forma parte de un pasado maravilloso que me pertenece y al que me niego a renunciar. Y si puedo recordar a mi madre y a Conchita vestidas de gala para una fiesta, me he propuesto hacer lo mismo con Chity. Así que aparece ante mí con una falda de seda traída de la India, una blusa exquisita de corte impecable, su larga trenza recogida, el andar pausado y aquella mirada vivísima del que siempre está buscando la forma de ser un poco más feliz.

Las personas como Chity dejan un vacío más grande y más profundo. Pero también una forma de nostalgia más llevadera. Porque, más allá del dolor que despierta su ausencia, uno reconoce la suerte infinita de haber sido parte de su vida, fuese ante un cuadro recién llegado de San Petersburgo, en un restaurante madrileño o en la casa inolvidable del 26 de Rosaline Road.

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