Opinión

Bienvenidas de sangre

EN LAS últimas páginas de la novela "Tenemos que hablar de Kevin", de la americana Lionel Schriver, la madre de un asesino prepara el regreso a casa de su hijo después de un tiempo en prisión. El chico ha hecho cosas inenarrables, pero su madre quiere arroparlo, protegerlo, mimarlo. Es su hijo, y lo sigue amando por encima de todas las cosas. Comprendo que la madre de un delincuente le profese un recibimiento de campanillas cuando salga de la cárcel. Que le haga una comida especial, que cuelgue banderines en el salón, que avise a la familia para que se una al festejo, y primos y sobrinos brinden por el regreso de la oveja descarriada. Lo que no entiendo es que esa bienvenida se haga en la vía pública, ni que el jolgorio sea compartido por propios y extraños en mitad de una calle. Desde hace años, las víctimas de Eta y sus familias ven como quienes destrozaron sus vidas son recibidos con fiestas y cohetes en sus pueblos natales, y decenas, a veces cientos de personas (¿qué hay que tener en las entrañas para jalear a quien dejó huérfano a un niño, lisiada a una joven, muerta y rematada en el suelo a una mujer indefensa?), vitorean como un héroe a quien no es más que un desecho moral. Es incomprensible que se permita que la purrela social de un pueblo se agolpe para dar vivas a quien reventó la vida de inocentes. Se llaman Ongi Etorri, pero en realidad son aquelarres de fanáticos, y se han celebrado en Euskadi durante años sin que las autoridades competentes hayan movido una ceja para impedirlos. Llama la atención que ahora políticos del PNV se digan escandalizados con el escarnio padecido por las víctimas, cuando las aberrantes bienvenidas a los etarras se producen desde hace tiempo gracias, entre otras cosas, a la impasibilidad de las instituciones vascas. Su indignación recuerda al «qué escándalo, qué escándalo, aquí se juega» que profiere en Casablanca el comisario Renault segundos antes de que un propio le entregue las ganancias de la noche.

Comentarios