Opinión

Bea y las campanas de Alsasua

A BEA LA conocí en 2018, cuando nos acompañó a Alsasua a dar un mitin en uno de los feudos abertzales. Andaba por los cuarenta años, y la vida se le había roto un 11 de diciembre de 1987, cuando Eta puso una bomba en la casa cuartel de la Guardia Civil donde vivía. Aquel explosivo se llevó por delante la vida de varios compañeros del padre de Bea y la de cinco chiquillas que eran amigas suyas. Bea sufrió heridas graves aquella noche, heridas que marcaron su vida. Ya convertida en adulta, tras haber creado su propia familia, sigue recordando aquella jornada aciaga que supuso, de alguna forma, el final de su infancia. Cuando tomó la palabra en Alsasua para recordar lo su aquel atentado, hicieron sonar las campanas de la iglesia del pueblo para que no se la pudiera escuchar, porque la chusma abertzale no se contenta con matar y con herir: busca siempre la forma de humillar al adversario.

El jueves se cumplían 33 años del atentado que partió en dos la existencia de Bea. Hubo, como cada año, flores en memoria de las once víctimas, palabras sentidas, homenajes sencillos. En esta ocasión, la audiencia nacional quiso sumarse al aniversario y adelantó la puesta en libertad de su ideólogo, Francisco Múgica Garmendia. Pakito dejó la prisión el mismo día que las familias de las víctimas de la casa cuartel intentaban reivindicar la memoria de sus seres queridos. Lo hizo sin mostrar síntoma de arrepentimiento, sin colaborar con la justicia ni manifestar piedad.

Supongo que, como a mí, a usted la libertad de Pakito le provoca náuseas. Pero esa es la grandeza del estado de derecho: si esa alimaña ha cumplido su pena, debe dejar la cárcel. La cuestión es si hay necesidad de hacer coincidir su salida de prisión con el aniversario del atentado que preparó con tanto esmero. Y la respuesta es no. Este sábado recordé a Bea intentando elevar la voz por encima del tañido lúgubre de las campanas de Alsasua, y me di cuenta de que el sistema ha vuelto a permitir que se la humille.