Opinión

Alquilar un vestido

HACE UNAS semanas fui a la boda de dos amigos con un vestido de alquiler. Quería llevar algo especial (fue una ceremonia largamente pospuesta por motivos pandémicos), y los vestidos que me gustaban eran demasiado caros, así que opté por rentar en una tienda de mi barrio un modelo espectacular de una casa de modas danesa, Rotate Birgen Christen. Pagué sesenta y seis euros.

El precio incluye un seguro y la limpieza posterior de la prenda. El vestido, de punto de seda, es de color oro viejo, largo hasta los tobillos, tiene media manga (ideal cuando pasas del medio siglo) y un drapeado original que empieza en la cintura. Es elegante, bonito, adecuado. Y, sobre todo, asequible: de haber querido comprarlo me hubiera costado cinco veces más, y encima tendría que haber ido a por él al mismísimo Copenhage, que me queda bastante más lejos que las calles del barrio.

Lo mejor es que no estoy obligada a ver el vestido de marras a cada rato en el armario, balanceándose en una percha con su impecable caída y su precioso color dorado, recordándome que he hecho una inversión importante que tengo que amortizar poniéndomelo una y otra vez, hasta que me canse.

Hace años me habría parecido imposible asistir a una fiesta con un vestido alquilado, pero siempre he llevado con naturalidad las prendas que me prestan mis amigas o mi hermana. ¿Por qué somos capaces de alquilar un coche o una cortadora de césped, o de pasar una noche en un hotel —que no es más que una habitación por horas— y sin embargo se nos hace raro alquilar una prenda de ropa? ¿Este pragmático siglo XXI supondrá el fin del prejuicio?

A todos los invitados les encantó mi vestido, o al menos eso me dijeron. El lunes regresé el modelo a la tienda, y cuando tenga otra fiesta importante volveré por allí a la caza de alguna joya que será de mi propiedad durante unas horas. Si viví durante años en casas de alquiler que aprendí a sentir como mías, estoy segura de que podré hacer lo mismo con un vestido.