Opinión

A propósito de nada

Me compré la biografía de Woody Allen en la librería de mi barrio —tuve que esperar tres días a que me la trajeran, pues el reparto postcovid había perjudicado a los pequeños establecimientos— pero es ahora cuando empiezo a leerla. Había estado reservándola deliberadamente, como quien guarda una caja de chocolate exquisito que le han regalado o espera semanas a abrir una botella de buen vino: quizá porque le gusta prolongar el delicioso placer de saber que hay algo maravilloso esperando en la nevera. Estoy leyendo ‘A propósito de nada’ con la mesura del que sabe que tiene entre manos un tesoro, y por eso voy despacio, paladeando cada página. Nadie es tan tonto como para comerse de una sentaba una caja de bombones Wittemaier, ni bebe a gañote una botella de tinto gran reserva. Así que aquí me tienen, caminado a pasos cortos por unas páginas sublimes, divertidísimas, que nos llevan de la mano al Allen de ‘Hannah y sus hermanas’, ‘Balas sobre Broadway’ o ‘Misterioso asesinato en Manhattan’. Porque Allen escribe como rueda, y esta vez además no necesita convencer a Carlo di Palma para iluminar el puente de Brooklyn: su prosa, como su vida, tiene luz propia. Y eso a pesar de la amenaza de tinieblas: ‘A propósito de nada’ estuvo cerca de no publicarse. Hace tiempo que la repugnante moralina millenial quiere condenar a Allen por un crimen que la justicia ha dictaminado que no cometió. Hubo editoriales que rechazaron el texto, que en España se ha convertido ya en un éxito de ventas. Y uno se pregunta cómo es posible que exista una suerte de inquisición del siglo XXI que señala y castiga sin atender a razones. Todos los que amamos el cine tenemos con Woody Allen una deuda impagable. Y esa deuda crece a medida que avanzamos entre ese manjar que son sus memorias. Peor para toda aquella legión de idiotas que desprecian el trabajo de un genio. Y ahora, con su permiso, voy a regalarme las últimas cien páginas de esta joya. Allá ustedes si se lo pierden.