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En un momento loco, dulce

HOY PENSABA que me apetece volver a ver la película Cabaret, de Bob Fosse, porque, qué bonita ¿verdad? Y pensaba también en ese inmenso caudal que es el cine que muchas veces bebe de otro infinito que es la literatura. Y que combinando las dos cosas, puedes pasar la vida estupendamente. A veces, claro, hay otros asuntos de los que debes ocuparte, sin embargo, el solo hecho de pensar en que tal película o tal libro te están esperando, ya te sirve para empezar a disfrutarlos. Lo mejor de todo es la red de conexiones que se despliega. Pongamos Cabaret. El Berlín de los años treinta del siglo pasado. Tienes ahí el cielo negro hitleriano cubriendo todos los rincones. Tienes los rincones. Que, a pesar de ello, se salvan, algunos y, por momentos, de la oscuridad total. Precisamente, es la noche el tiempo de la historia. Un tiempo en el que las sogas se aflojan, los nudos se desatan, lo prohibido se pone en cuarentena, las palabras se lanzan a los rostros de todos los presentes y lo que te sale es cantar y bailar y reír y soñar despierta y ser libre. A la manera de cada cual. Porque después ya se llorará. Porque después vendrá la realidad que te congela la boca y los movimientos y la mirada. Y se hará el silencio. Pero eso será mañana. Hoy es la noche. Hoy es cantar. Entonces sale a escena Liza Minnelli y otras más con unas sillas como atrezzo y con una canción que, si viste la película, jamás se te olvidará. Eso es arte.

CabaretLuego, puedes seguir pensando. Hay quien criticó el filme porque no reproducía fielmente la obra original. Pues no, es cierto. Si leíste el libro, ‘Adiós a Berlín’, de Isherwood, sabrás que el tempo es otro, el tono es otro, la negrura es otra. Lo que demuestra que miradas hay muchas y que si son buenas, si tienen valor, no importa la distancia que tomen de lo primero, del origen. Lo que te lleva — quizá— a reflexionar sobre el proceso de creación y acerca de todo ese mundo que hay ahí metido, todo lo que cabe y todo lo que se puede encontrar. Un pozo sin fondo que no contiene más que historias sorprendentes —como mínimo— que descubrir. Hay que ser un poco aventurera para pensar en las películas de ese modo. Hay que estar dispuesta a entrar ahí y que te lleven. Romper la barrera que te separa de la historia es imprescindible para que el cine vibre y tú con él. Lo mismo sucede con la literatura, del tipo que sea. En el instante en que abres el libro o enciendes la pantalla, tú ya no puedes estar ahí, sino allí, dentro.

Centrémonos un momento en ese vibrar. Lo que se mueve eres tú, aunque estés tremendamente quieta; lo que canta es algo en el interior de ti, aunque no sepas cómo llamarlo; el temblor, de pronto, es tu temblor. Más tarde ya te aprendes las canciones y, si te apetece, los bailes, y, si te apetece, los diálogos y, también, por qué no, la película entera. Y eso que viste se convierte en eso que viviste y, durante algún tiempo, eso que fuiste.

Puede que ahora seas otra cosa, puede que más seria o más —si quieres— respetable o más —si te empeñas— mayor. Sin embargo, si hay suerte, quedó la chispa, quedó la magia de aquella aventura. Y, si hay suerte, y la seriedad, la respetabilidad y la edad no lo impiden, al ver de nuevo la película, se abrirá la historia, y se esparcirá la semilla de las demás historias contenidas en esa. Y pensarás en el Berlín de antes y en el de después; en el día y la realidad ficticia y en la noche y la verdad revelada, a gritos, a melodías. Y pensarás en la soledad y la inocencia y los sueños y los fracasos. Y en ese empeño constante, peligroso, fiero, por sobrevivir a pesar de todas las cosas y de todas las promesas rotas, pisoteadas. Ese afán, por veces electrizante y por veces incómodo, por ser feliz, incluso más adelante, cuando pase la noche y amanezca y tampoco, esa vez, salga ningún sol.

Quién sabe ¿no? Existe aún una posibilidad de que te compres una silla nueva, por si, ya sabes, esa contingencia. Ese arrebato que puede envolverte en un momento loco, dulce, ingenioso, exquisito. Ese cabaret.

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