Opinión

El concierto

La música que entra por la ventana me hace volver al pacto colectivo de vivir este verano como si nada 

El primer día de vuelta al trabajo tras las vacaciones me senté al anochecer en el sofá con un vaso de agua fría que bebí con intención, como si fuera un copazo reponedor. No me moví hasta que todo estaba oscuro, con lo que pasé un buen rato sintiendo pena de mí misma. Qué ridícula soy a veces.

Mientras, tuve pensamientos erráticos, oscilantes entre la injusticia capitalista de tener que trabajar para pagarme la vida y la consciencia de ser tan, pero tan, privilegiada que todo suponía un lujo: la casa, el sofá, la noche y el vaso de agua fresca.

A veces pienso que el Ayuntamiento conoce mis pasos y que tiene aspiraciones cinematográficas, colocándome personajes secundarios en mis escenas. Lo pienso no solo de este Ayuntamiento, (de este lo pienso poco, de hecho) sino de todos. Lo pensé en cada calle de París, donde no me podía creer que aquellos ancianos en gabardina y boina, a los que no se les caían unas baguettes larguísimas de la axila cuando se subían a la bici, fueran de verdad y no extras contratados por la concejalía de turismo. Vi a uno con el cuello del abrigo subido (como Camus en la foto en la que está tan guapo) oliendo cada manzana de un puesto de la calle antes de meter las más fragantes en una bolsa de papel y pensé que aquello ya era un exceso, que a la fuerza le estaba racaneando a otro turista la experiencia parisina de tantos extras como estaban concentrados en mi campo de visión. 

La otra noche empezó a entrar por la ventana entreabierta el sonido de una flauta travesera. Era una melodía temblorosa, como tocada con inseguridad y yo me hice la película (porque no todo puede hacerlo la Administración local y una tiene que poner de su parte) de que era un niño aprendiendo a tocar. Creo que concluí eso porque solo me imagino a niños tocando la flauta travesera, como si fuera un instrumento vetado a adultos. Son niños que quieren estudiar música y que llegan los últimos a elegir  instrumento y ya solo queda el trombón y la flauta. Sus padres les convencen de elegir la flauta porque no quieren cargar todo un año escolar con el trombón de casa al conservatorio y de ninguna manera quieren tener líos con su comunidad de vecinos. Este niño está ensayando y no toca nada mal, va con miedo, el tempo (¿se dice así?) es demasiado lento pero la canción es preciosa, delicadísima, como de concertista solista. Abro del todo la ventana y saco medio cuerpo buscando la casa del niño  travesero. El sonido viene de lejos, viaja por esa noche estrellada hasta mi salón en penumbra y lo llena todo. Cuando acaba, vuelve a empezar, empecinado en un perfeccionamiento constante.

No entiendo nada. ¿Qué concierto puede tener el niño flautista en agosto? ¿Qué patio de butacas le espera para que siga, dale que dale, repitiendo la canción en bucle? Imagino que nadie, solo yo. Yo y los otros diez de la calle que tenemos la ventana abierta, que hemos dejado que el salón se sumiera en la penumbra como unos  gilipollas solo porque las vacaciones se han acabado y empieza el año en agosto, porque va a ser un año complicado, según dice todo el mundo, un año a oscuras, en el que nos arruinará cada visita al supermercado y que pasaremos a la fuerza con capas de ropa extra, un año del que aún no nos imaginamos qué otras jugarretas nos tiene reservadas, un año que se nos acabará haciendo eterno.

No se me olvida que agosto todavía es verano y que el pacto colectivo de este mes es el de fingir que no sabemos, mirar hacia otro lado, ignorar activamente a los agoreros, morirnos de hiperglucemia heladera, de espuma de cerveza, de raciones de marisco y vivir como si nada, la actividad más difícil de todas. Gracias al niño travesero vuelvo a lo acordado. Enciendo la luz, suspiro, y pienso que ojalá otro concierto nocturno mañana, y pasado, y cada noche de este verano.

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