Blog | El portalón

Viaje inmóvil

Hay libros cuya sola mención nos hace cruzar el tiempo de cabo a rabo

LEO QUE A Pablo Iglesias le marcó en su infancia ‘El guardián entre el centeno’ e inmediatamente hago un larguísimo viaje sentimental de esos que duran solo unos segundos. Aquí y así, en pijama, con el portátil sobre las rodillas, el café en la mesilla, el deshumidificador ronroneando, la niebla tras la ventana. Frenético e inmóvil.

Es verano, tengo 12 o 13 años y estoy con mi madre en un chiringuito de la playa, girando el expositor de libros, eligiendo algo. Cojo ese, menudo título. Tiene una portada blanca y sosa porque, yo qué sabía, Salinger era muy pejiguero para sus ediciones y no quería ilustraciones ni fotografías, solo la tipografía desnuda. Leo la primera frase, la de que no nos va a contar su vida "ni demás puñetas estilo David Copperfield", y decido que ese. Después, no mucho después, vuelvo la última página y giro el libro para leer de nuevo el nombre del autor. Pienso que este Salinger escribe tan bien que debiera ser muy conocido, qué lástima que no esté en boca de todos, que pase sin pena ni gloria, siendo vendido en kioskos playeros sin que nadie se percate de que es impresionante.

Es verano, tengo 25 años y estoy con una amiga en una librería. Cojo ‘Mi verdad’ de Joyce Maynard y en la solapa explica que la autora, breve pareja de Salinger en su juventud, se atreve décadas después a hablar de ese episodio. También del resto de su vida. Leo las primeras líneas y no me parece que esté mal escrito. Me lo llevo, fundamentalmente, lo reconozco, por lo de Salinger. Para entonces sé muy bien quién es, he leído todo lo suyo y tengo claro que es inmensamente reconocido, que ya lo era cuando yo lamentaba su anonimato. Sé que cuando pensaba que solo yo lo apreciaba, ‘El guardián entre el centeno’ era de obligada lectura en los institutos estadounidenses, sé que es un bicho raro pero un autor brillante, sé ahora que la suya fue una de mis lecturas más puras, sin contaminar por opiniones ajenas y sé que por eso le tengo tantísimo cariño. Aún guardo, como haré siempre, la misma edición de bolsillo, amarilla y playera.

Es verano, tengo 26 años y estoy caminando hacia el periódico en el día más raro del mundo. Hace un calor pesado pero la ciudad parece congelada, fosilizada tras un cristal, una pisada en falso y todo se hará añicos. La gente con la que me cruzo, poca, camina conteniendo la respiración. En la redacción, las televisiones atronan, muestran en bucle las imágenes de las torres gemelas desmoronándose y todos tenemos cara de no entender nada, solo que algo está acabando y algo está empezando. Abro el correo y veo que me ha escrito Caren, desconsolada y estupefacta. Me envía fotos de una de las torres entre la humareda que ha hecho desde la ventana de su despacho en New Jersey. En la pantalla del ordenador, el día es luminoso y la torre aún está en pie. En la tele, todo es polvo gris y han caído ambas. Llevamos un año escribiéndonos, desde que, en el blog de Joyce Maynard, colgué un brevísimo mensaje sobre cómo pensaba que todo el mundo tenía derecho a contar su propia historia, aunque molestase a los fans de un escritor brillante. No sé qué me dio. No me gustan los famosos por extensión, por contacto, pero no creí que Maynard fuera de esas y me apenaba la que le estaba cayendo en internet. Caren me escribió al poco tiempo. Era una periodista poco mayor que yo y acababa de terminar su primer libro. Nos hicimos amigas (amigas por carta, qué antiguas) enseguida. Había estudiado algo de español en el instituto y se empeñaba en acabar sus correos con lo que creía que era la despedida adecuada: "Vaya con Dios" Me hacía tanta gracia que tardé mucho en corregirla. Ese día me pareció apropiada.

Es invierno, tengo 40 años y estoy en mi casa leyendo los periódicos a saltos, como hago siempre en internet. Solo con el papel llevo un orden. Dice Pablo Iglesias que, en su infancia, le marcó ‘El guardián entre el centeno’. A lo largo de los años he leído y escuchado a decenas de personas decir lo mismo. Algunas veces una declaración así me resulta indiferente y otras me lanza a un viaje en el tiempo. Nunca sé por qué ocurre una cosa o la otra. Esta vez pasa la otra. Y pasa tanto que hasta busco a Caren en internet, de la que no sé nada desde que, hace años, nuestra correspondencia languideció y acabó como había empezado, como sin intención. Me entero de que van a hacer una película de su primer libro. Abro mi correo de Yahoo, que llevo no sé ni cuánto sin tocar, y le mando unas líneas.

Vuelvo del viaje y comienzo mi día como si nada. Salgo de casa, mientras en la estantería amarillea un poco más ese libro y todos.

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