Blog | El portalón

Ver un elefante

DEL MISMO mar que veré ir y venir, mansito, estas vacaciones rescataron hace poco a 3.000 personas en un solo día. Como si un pueblo entero hubiese dejado Siria -la ropa tendida, la cuchara dentro de un plato mediado de sopa, la tetera burbujeando, la oración a medias- y se hubiese echado a andar y luego a navegar para habitar todos juntos un pueblo vacío en Europa, que les estaría esperando, todas las casas con las puertas abiertas, para que pudiesen acabar lo que empezaron. Para recoger la ropa, tomar la sopa, servir el té, terminar sus rezos. Como si fuera posible continuar la vida como si nada. Como si solo hiciese falta querer.

Y entre esos 3.000, entre los 200 que se apiñaban en una sola barcaza había un hombre de 98 años. Un casi centenario iba a empezar una nueva vida, cambiaba el dolor conocido por la completa incertidumbre. Cómo me persigue esta noticia desde que la conocí. Cómo desearía que este señor contase.

Pienso en él y en nuestros centenarios, flores delicadas en un jardín que admite pocos cambios. Cuando aparecen en el periódico celebrando sus cien siempre son señoras pequeñitas y amantadas, con piel de pergamino que deja ver todas las venas, que temen con espanto las corrientes, que recuerdan su infancia fotográficamente y la comparten, prolijas, pero confunden el nombre de sus hijos e hijos políticos y a veces los llaman con el de sus padres, que cuentan orgullosas, como si fuera una insignia de honor, que no toman ninguna pastilla para el colesterol o la tensión. A las que les daría un patatús si les cambiasen el paisaje de su ventana, no digo ya el mundo entero.

Pienso en uno de mis abuelos, que también fue casi centenario y desistió de serlo oficialmente abrumado por un mundo que ya no era el suyo. Ni el de nadie que él hubiera conocido.

Había nacido en el año 1899 y siempre decía, ilusionado, que iba a ver tres siglos. Claramente, tenía la apariencia de señor de antes. Todas las tardes, después de comer a su hora europea, veía el telediario y se echaba una siesta en la penumbra del salón, sentado en su sillón de orejas y vestido como vistió toda su vida: traje de tres piezas, con reloj de bolsillo incluido. El sombrero (de diario, de domingo o de verano, según tocase) sobre la cara y de manta, la gabardina, como si fuera un detective del cine negro que estuviera de guardia. Cuando sus nietos bisbiseábamos a su lado sobre si encender la televisión para ver los dibujos "muy bajito" para que ni se enterase, proyectaba su vozarrón desde debajo del sombrero y nos decía: "Pues ya os estoy oyendo". Todos abríamos mucho los ojos.

Uno de los inmigrantes rescatados en el Mediterráneo era un sirio de 98 años que quería empezar una nueva vida por breve que fuera

Las costumbres que rescatan ahora los hipsters o los jóvenes exquisitos o qué se yo eran su única forma posible de hacer las cosas. Afeitarse con navaja, encargar en verano al sastre un nuevo traje para tenerlo listo para el invierno, jugar a las cartas con habilidad de crupier, tener un mueble bar forrado de espejos, escribir con la mejor caligrafía del mundo, con volutas en la M de mi nombre que quedaba de aristócrata rusa cuando lo escribía él.

Pasadas las guerras y todas las penurias, su mundo permanecía inalterable y cercano año tras año, siempre tenía claro cómo era. Dibujaba muy bien, solo animales, en las esquinitas de los folios ya escritos, en el reverso de los sobres, en libretas viejas. Como había cazado, los conejos y los patos eran su especialidad. Yo le pedía: "Ahora un elefante". "Un elefante no, que no he visto ninguno", decía, y seguía concentrado en una oreja puntiaguda.

Pocas cosas le sacudían. Un libro sobre los estertores de la dictadura, que le parecía asombroso estar viviendo para verlo publicado, así, como si nada; Francine Gálvez dando el parte, un cambio milagroso para él que solo había visto negros en África.

Hasta que llegaron las muertes arrasadoras. Las de dos de sus hijos en el mismo accidente, que lo cambiaron todo aunque hubo que seguir viviendo, llevar a limpiar el sombrero de verano, dibujar patos a los nietos, dar la cuerda al reloj cada noche, ver el parte, echar siestas detectivescas. Después, muy espaciadas, las de los amigos, alguno de la juventud.

Y un día, con todos sus nietos estudiando aquí y allá, no se puso el traje. Al siguiente tampoco. Se quedó todo el día en la cama, en pijama, el pelo blanco alborotado y anunció que había decidido morir. Así. Ya no quedaba nada que hacer ni ver. Ya no estaba su gente, la que recordaba lo que él recordaba. Ya no era su mundo ese que había entonces y ya no lo entendía. El médico dijo que no tenía nada, desgana de vivir. No estaba amargado, estaba decidido. Pasada una semana, se murió habiendo visto solo dos siglos y ningún elefante, salvo en la televisión. Tenía 95 años.

Así que pienso en ese señor sirio que, con tres años más, estará en Italia confiando en que le dejen quedarse y empezar una nueva vida por breve que sea. Pienso en que quizás hasta le dé tiempo a ver un elefante.

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