Blog | El portalón

Problemas del primer mundo

La obsolescencia programada nos reserva deliciosas sorpresas

Y MIRA QUÉ tambor, dice abriendo con decisión y señalándolo con el índice para que quede claro de qué estamos hablando.

Cumplo y lo miro arrobada. No hace tanto subí las escaleras hacia las alas desplegadas de la Victoria de Samotracia y no la miré con la pasión con la que miro ahora este bote metálico que digerirá mis calcetines. Escucho todas las explicaciones sobre las revoluciones del centrifugado con cara de persona muy familiarizada con el bosón de Higgs.

En realidad, yo iba a escribir sobre el Día del Libro o sobre Pablo Iglesias y la prensa, pero la actualidad se impone siempre y me veo impelida ahora a hacerlo sobre otro tema también trascendental, comprar electrodomésticos. Por razones sobre las que no tiene sentido explayarse he tenido que comprar una lavadora. Releo la última frase y veo que es absurdo que me haga la interesante: tuve que cambiar de lavadora porque la que tenía lavaba de pena. Esa es una de las exquisitas sorpresas de la obsolescencia programada, que también la vida de las lavadoras son los ríos que van a dar al mar que es el morir.

Por eso estoy esta mañana soleada mirando tambores y otros entresijos. La vendedora es extremadamente amable y se da cuenta de que me esfuerzo por mantener un aire autosuficiente, pero que en realidad soy de a las que leer sobre las ondas gravitacionales las hace sentir un poco insegura. Prácticamente decide por mí. Mientras pago recupero los niveles de autosugestión necesarios para la vida moderna. Sé que no podría haber elegido mejor. Qué ojo tengo, la verdad.

La entrega me reserva otra serie de arrebatadoras sorpresas. El instalador sube y se enfrenta con estupefacción a la puerta de mi cuarto de baño. Mira el marco y me mira a mí, vuelve a mirar el marco y me vuelve a mirar a mí. Este comportamiento de espectador de tenis se prolonga un rato, la eternidad suficiente como para que yo me percate de que le he ofendido teniendo una puerta tan pequeña.

-La tengo que volver a medir, pero no va a caber, dice, dotado de un percepción espacial propia de dioses. Yo, como soy mortal, abro la boca y la vuelvo a cerrar, tragando saliva. Baja a su camión y regresa con la esperada nueva: tenía razón. Este hombre tiene un sentido del suspense delicioso.

Yo, que aún no he sido capaz de pedirle perdón por la puerta minúscula, me armo de valor y le pregunto si no sería buena idea quitar el marco y volverlo a poner cuando la lavadora esté ya dentro. Me mira como si le hubiera hablado en uzbeko y saca su móvil de la funda. Dice que tiene que consultarlo con un compañero, como si fuera una obviedad que esas cosas no se pueden decidir así a la ligera entre dos adultos. Se necesitan al menos tres.

Cuando se materializa en mi baño, el compañero no tiene mucho que decir ante mi propuesta. Levanta la ceja izquierda y tuerce la comisura derecha de la boca y queda claro que quizás podría funcionar, quizás no. Cojo aire y recito de corrido lo que me dijo la vendedora, que siempre la podía cambiar por un modelo más pequeño, más compacto. El nuevo técnico me pregunta de qué marca es esa lavadora de la que hablo. Cuando se la digo compone una mueca que me indica que he caído en la peor de las afrentas. Le ha dolido, se le nota. En su cara se lee una intensa nausea. Sartre erraba, el infierno no eran los otros, eran las lavadoras de esa marca. Yo, por supuesto, desisto y me quedo definitivamente con la mastodóntica, muy convencida.

A la espera de que arregle lo del ofensivo marco, ambos se van. En el descansillo de la escalera el del suspense me espeta la última de las suyas: también tengo que cambiar el enchufe, el mío es viejo y no vale. Es Hitchcok reencarnado, lo juro.

Llamo a mi carpintero aficionado a la electricidad de confianza y hablamos de tomas de tierra y nivelaciones mientras hace realidad mis ideas peregrinas. Cuando no entiendo algo, me repite la misma frase exacta pero más despacio, lo cual no cambia nada, por raro que parezca. Deja ensanchado el hueco de acceso al baño y un enchufe de estreno mientras llamo de nuevo a los instaladores. Viene el del suspense y mira intrigado mi puerta sin medio marco. No se aventura a decir nada porque es un hombre que mide los tiempos. "A ver", amenaza.

Hay tantas órdenes que dar, tantos giros inesperados y tantos resoplidos que, cuando la lavadora está en el sitio en el que residirá hasta su muerte, siento ganas de aplaudir. Hitchcok sentencia: "Entró" y yo, hombre, pues suspiro. Qué mínimo.

Ahora mismo estoy viendo el admirado tambor girar con el primer programa que he logrado poner y que amenaza con durar 5 horas, pensando que es la mar de hipnotizador. Lo estaría mirando toda la vida.

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