Blog | El portalón

Patines con correas

Nos negamos a las celebraciones sin papeles y nace la peregrina ceremonia de primeras comuniones civiles



EN RINCÓN de la Frontera, Málaga, andan los concejales como locos buscando versos. Han descartado ‘Platero y yo’, su primera opción que les pareció inapropiada por el recurrente uso de la palabra peludo y teclean con fuerza en el Google ‘lecturas y niños de diez años’, a ver qué sale. Las de las bodas están claras -‘Libro del Buen Amor’, algo de Neruda y pista, media España se casa bajo el mismo recital- pero ahora que hay comuniones civiles piensan si no habría que contratar ya a un asesor municipal de poesía porque están faltos de ideas y en esas ceremonias algo tendrán que contar, suponen. «No vamos a poder cobrar 67 euros de tasas para quedarnos callados», se dicen.

Como todo el tema es extrañísimo, han dado en justificar la existencia de tan peregrina actividad como la celebración del paso de la niñez a la adolescencia. En España somos mucho de importar celebraciones, así que no creo que quede mucho para encontrarnos brindando con refresco ante una chavalita vestida de traje largo con escote palabra de honor en su Quinceañera, una fiesta que celebra precisamente eso, el paso a la pubertad.

Yo hice la primera comunión mucho antes de mi adolescencia y con poca ilusión. Más bien miedo atroz. En el colegio, las monjas nos prepararon insistiendo mucho en la alegría de, al fin, probar el cuerpo de Cristo y se empezó a correr la voz de que masticar la hostia era el peor pecado que se podía cometer, una osadía de terribles consecuencias. Impresionadas, escuchamos en el patio la teoría de una compañera de que, si la oblea no se tragaba entera y se partía en la boca, salía sangre y de todo. Las que se atrevieron a dudar de ese espanto fueron bombardeadas por otras voces infantiles con la madre del cordero de todas las preguntas: «Si no es así ¿por qué iban a decir las monjas que dentro está el cuerpo de Cristo?». Echo la vista atrás y me enternecen las niñas que fuimos, nuestra cómica inocencia que nos hacía capaces de angustiarnos por lo absurdo y, al mismo tiempo, creer a la madre Luisa cuando, en clase de Matemáticas, nos gritaba que la regla de tres no existía.

El problema de los niños, o al menos de los niños de mi infancia, es precisamente ese: son todos muy literales y muy poco dados a asumir los símbolos. Resultado, decenas de niñas vestidas de mininovias intentando despegar del cielo del paladar con la lengua la hostia sin romperla. Muecas faciales extremas fueron adoptadas, discretos dedos salieron en ayuda de la lengua en los casos más desesperados, acciones todas que salen muy mal en las fotos.

Recuerdo como si fuera hoy a una de mis amigas lanzándome miradas significativas, claramente tentada a masticar el cuerpo de Cristo pero aterrorizada ante lo que pudiera ocurrir. La cara concentraba todo el miedo de este mundo. Días antes, jugando con unas tijeras -eso dijo- se había cortado parte del pelo una ceja. Como le parecía que eso rompía toda armonía facial, se cortó la otra igual. La combinación de cejas locas y esforzadas muecas para despegar la hostia suponen la materia de mi recuerdo más vívido de ese día. Es también la foto que vuelve cuando pienso en esa risa que surge de un tercio de nervios, un tercio de miedo y un tercio de reacción ante lo que te parece la gracia más pura.

Mi segundo recuerdo de la jornada es el viento en la cara, producto de mi ruidoso deslizamiento en patines sobre los cuadraditos de mi acera, chocolatina de asfalto que recorrí arriba y abajo, sin descanso, ya abandonado el vestido blanco y vuelta a mi ser. Esos patines (los niños de ahora no lo creerían) se ataban con correas sobre los zapatos y tenían una llave para ir desplegándolos y que crecieran con tus pies. Son la típica cosa que ya no se ve salvo en las películas de Wes Anderson. Cómo me gustaban. Todas recibíamos relojes y cámaras por la primera comunión, pero eran patines lo que ansiábamos. Y lo que compensaba todo el miedo sufrido ante la posibilidad de hacer daño al cuerpo de Cristo.

Imagino que Paqui, la primera niña registrada para celebrar una comunión civil, tiene el ojo más puesto en los patines (hoy llamados Ipad) que en otra cosa. Como yo también tuve diez años lo entiendo. Que sus padres deseen hacer una fiesta y celebrar que aquí estamos, todos juntos, y que Paqui ha crecido y fíjate tú, que parece que fue ayer cuando salíamos con ella del hospital..., pues también. Que nos inventemos una ceremonia civil (más), tasa mediante y con enésima lectura de poema bajado de internet, ya me cuesta más. He resultado ser más de celebrar sin papeles. Al menos es lo que he venido haciendo justamente desde mi primera comunión.

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