Blog | El portalón

Pasado mentiroso

No era antes cuando se esperaba en la calle el caer de la tarde, es ahora

LA MEMORIA es tan mentirosa que constantemente recuperamos, y suspiramos por ellos, momentos que nunca existieron. Yo recuerdo perfectamente cómo en el barrio de mi infancia las señoras se sentaban en las aceras, a la sombra, en tardes abrasadoras del verano. Sacaban las sillas de los portales, sillas que nunca pisaban suelos de madera porque vivían todo el año en el frescor de los rellanos esperando otro verano, y las agrupaban en semicircunferencias, perfecto diseño para escucharse sin dejar de verlo todo. Algunas llevaban una camisa para coserle los botones, o un bordadito que habían dejado a medias y charlaban. Solían abanicarse con la propaganda del supermercado o un anuncio de la Operación Kilo doblado a la mitad. A veces, en perfecta armonía , giraban el cuello como en un partido de Wimbledon, barriendo la acera con ojos que todo lo registraban. Entre los huecos que dejaba uno y otro grupo, jugábamos los niños.

Así de gráfico lo recuerdo y lo único que me chafa ese cuento que me cuento a mí misma es el detalle insignificante de que esa realidad no existió jamás. O quizás sí, pero no ante mí. Seguro que un bodegón así le ocurrió a Almodóvar, que luego lo contó en sus películas. Puede que de ahí lo haya cogido yo hace mil años y que, antes de incrustármelo en la memoria, le borrase detalles reveladores, que te dirigen sin duda a un escenario y te cortan el paso a otro. Le quité las sillas de madera y paja, de respaldo rectísimo que sobrepasa los hombros de las mujeres; le quité la nube de polvo amarillo, el aire manchego que chirriaría en mi recuerdo, le quité el botijo, le quité hasta el abanico. Dejé a las señoras, sus bordados, el gesto de abanicarse como expresión física de pasar calor y me las traje a Lugo.


Justo esa música demencial, concretamente la historia de cómo la mujer del carnicero quiere carne (horror)


Pero miento porque en la calle solo estábamos los niños. Las señoras no sacaban sillas para pasar la tarde al fresco y solo salían a la calle para ir a sitios. Mi madre pasaba las tardes en su trabajo y mi abuela, en casa, en el suyo. No vivía fuera ese momento mágico en el que un calor que parece definitivo, perfectamente instalado, masa de aire que seca las fosas nasales, se modifica un poco, apenas, y de repente contiene una pizca de frescor. Cae la tarde como echando gotas al café, tan a poquitos. En ese instante mi abuela no bordaba una flor en la acera, como si Lugo fuese un pueblo castellano, sino que cosía un siete en su salón, con un reloj de pared haciendo tic-tac a un volumen que al que hoy ya no toleraríamos que reloj alguno nos recordase el paso del tiempo. A su lado tenía una lata de galletas de mantequilla, decorada con chinitos diminutos intercalados con bambús, llena de hilos, agujas y unas tijeras larguísimas. Sobre su cara pequeña las gafas gigantescas de mi abuelo, en desuso desde hacía años por un avance de la miopía, que ella se ponía para coser y leer. Jamás quiso comprarse sus propias gafas de lectura, por mucho que todos se lo pidiésemos, de igual forma que nunca se compró unas gafas de sol e iba a misa con un viejo modelo aviador de mi padre o de mi tío, ya rayadas y tan enormes que el cristal de lágrima verde le caía pasada la nariz. Todas se guardaban en la caja de los chinitos.

El mentiroso recuerdo de sus tardes sobre la acera me volvió el otro día, en mi barrio, ante la visión de tres hombres pasando la tarde al sol. Estaban sentados sobre tres asientitos minúsculos, forrados de terciopelo amarillo , que parecían recién rescatados de una discoteca de los 80 pero en realidad habían salido de un bar próximo. Vestían vaqueros anchos, camisetas de fútbol americano, gorras con la visera ladeada sobre un pañuelo negro y surtido de bisutería dorada. Un poco personaje de Spike Lee, un poco cantante de reaggeton. Justo esa música demencial, concretamente la historia de cómo la mujer del carnicero quiere carne (horror), escuchaban con ojos entrecerrados y hablándose con monosílabos cuando yo me recreaba con toda esa milonga del pasado inventado. Es ahora cuando se toma el fresco sobre la acera.

Ahí los dejé, atardeciendo. Una nueva canción atronaba desde el bar de al lado, recientemente rebautizado como Pasión tras unos meses llamándose Love. Auguro que para cuando la primavera haga lo que hace con los cerezos haya dado un paso más y se llame Lujuria o Ruptura. Veremos.

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