Blog | El portalón

Océanos sinuosos

CONOCÍ A Manolo Martínez cuando hacía la oposición a Cacharro. En los dos sentidos posibles: le controlaba y aspiraba a ocupar su lugar. Evidentemente, era un trabajo 24 horas. No le llegaba el tiempo para meterle el dedo en el ojo todo lo que podía -que no era muchísimo, la verdad- y de paso aprender de él maneras nuevas de fastidiar porque hay que reconocer que Cacharro en eso de picar a propios y extraños (y no sé a cuáles más) era todo un maestro.

Martínez encajó siempre con media sonrisa resignada los jarros de agua fría que le soltaba en los plenos. Se le oían después las tuerquecitas del cerebro girando mientras pensaba cómo devolvérselos y, a veces, lo lograba. Pese a todo, la puntilla siempre la ponía Cacharro: estaban en su palacio, cómo iba a ser de otra forma.

Viene esto a cuento porque éstas son las aguas del bautismo ‘martíneziano’, son las de los primeros baños pataleantes con manguitos y las de las primeras brazadas seguras. Pasó tanto tiempo en ese mar que son también las de los largos de entrenamiento olímpico, donde te mides con los otros y, sobre todo, contigo mismo y te acabas diciendo, convencido, "tú puedes". Son los océanos sinuosos en los que eliges tu ballena en esta vida. En esos confines está y en ellos has de darle caza, para qué viajar más lejos.

Martínez, y el socialismo entero de aquellos años en Lugo, afilaron sin descanso el arpón de los planes provinciales: el de comunidades vecinales, el operativo local y el de obras y servicios. Con el primero se pagaban fiestas de parroquias, churrascadas, charangas, ferias artesanales modestas, cursos de manualidades... con los otros dos puntos de luz, asfaltados minúsculos o limpiezas reveladoras de caminos. Se convencieron, y no fueron los únicos, de que por ahí caería Cacharro, al que acusaban de dar las ayudas a sus amigos, por mucho que se aprobaran unas bases y se representara el teatrillo de pedir que se enviaran proyectos para analizar con pureza científica quién recibía las subvenciones, quién las necesitaba más.

Martínez dio sus primeros largos en la Diputación y en sus confines eligió su ballena en esta vida

Martínez fue en esta lucha inasequible al desaliento, expresión manida de la que tengo que tirar porque eso es lo que fue. La pelea era cabezazo tras cabezazo contra la pared: al muro ni se le levantaba la pintura y él salía de cada aproximación más sonado, la única forma de convencerse de que quizás el siguiente golpe sí sirviese para algo. Ibas a un pleno provincial y no paraba de invocar la letanía de la "red clientelar y caciquil", como si fuera su mantra, como si fuese a acabar con su contrincante por agotamiento. Ibas a un pleno en Becerreá y hacía al alcalde, que no entendía de sutilezas ni de guardar las formas de cierta apariencia democrática, repetir una y otra vez en tu presencia cómo habían llamado el día anterior de la Diputación "para repartir el dinero de ese año de las comunidades vecinales" y cómo había que "formar una comunidad de esas para no perder la ayuda" y pensar "en qué gastarlo, a ver qué se nos ocurre". Le iba conduciendo la conversación para que escucharas las barbaridares y te escandalizaras con él y las contaras, con el mismo guante blanco con el que Gila pilló a Jack el Destripador, al que cuando se cruzaba en el pasillo dejaba caer la insinuación de que "aquí alguien ha matado a alguien".

Siempre admiré esa dedicación de pájaro carpintero, de picotazo a picotazo se hace el trabajo. En el colmo del ataque dramatúrgico, Martínez y el resto del socialismo se encerraron dos días en San Marcos. Todo empezó encargando unas pizzas y recibiendo visitas de ánimo tras las verjas, que se hacían con la solemnidad de los acercamientos a un monasterio de clausura, y acabó con aplausos mañaneros a los diputados del espíritu del 68, que salieron despeinados, orejosos y sin batería en los móviles de tantas declaraciones críticas contra los planes provinciales que habían hecho. Por supuesto, las subvenciones siguieron repartiéndose igual. Afilado tanto el mismo arpón acabó convertido en palillo y ni los jueces lograron hacer de él un arma en condiciones.

El caso es que Martínez hizo de todo y, al final, no sirvió de nada. Con la ballena localizada y herida, tuvo que dejarle el barco a otro. Lo lamenté. No tanto por creer que ese sillón era su sino como por saber de todo el trabajo de desbroce que hizo para llegar y tener que escuchar a Cacharro recordándole que "la tierra es para quien la trabaja, eh Martínez?". "La vida, más que paradojas, tiene sus parajodas", que decía mi profesora favorita.

Imagino que si yo, entonces una periodista de provincias veinteañera que apenas sabía por donde le daba el aire, vi lo que vi, otros lo hicieron también. Y que si ahora veo que alguien que no tiene ya nada que perder es, siempre, la persona más libre, otros lo ven también. No sé bien ni qué esperaban ni de qué se sorprenden tanto.

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