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Matrimonio intrépido

Los novios deben tomar decisiones arriegadas en las bodas modernas

A MÍ LAS BODAS siempre me han dado una pereza terrible. La pareja en cuestión me comunica su intención de esposarse -agarradas las manos, sonrientes lo ojos, quizás temblequeantes las rodillas, o la cartera- y el fichero de la cabeza me recupera una hoja Excell de preparativos que me dejan desganada del todo. «Es bonito que la gente se quiera, pero lo que es verdaderamente precioso es que se quiera ‘pa dentro’», pienso en bucle con la invitación en la mano, esos tarjetones de peso de los que ya hace tiempo (gracias) han desaparecido los cisnes con cuellos enlazados.

Como buena soldado de infantería que soy, llegado el día me entrego sin remisión. Sucumbo al rabillo del ojo, al puñadito de arroz y al amor universal que nos empuja a bailar Paquito el Chocolatero con señores descamisados. Vuelvo a casa con los tacones en la mano. Yo cumplo.

Hay algo de guerra en las bodas. Uno se prepara el espíritu, se encomienda a sus santos, y se ve imbuido de cierta sensación de trascendencia. No exagero. Las celebraciones acaban siendo trascendentes: trasciende la resaca, trasciende el empacho y trascienden las fotos comprometidas de mejillas coloradas, flequillos pegados a la frente, tocados que se deslizan cabellera abajo, puros que nunca debieron fumarse y congas que nunca debieron bailarse.

Con la simpleza de quien cree que sus gustos son universales, pienso qué pereza nos da a todos. Cumplimos, pero nos tientan las excusas. Lo mismo les ocurre a los contrayentes, palabra que ya da repelús, que parece que en vez de jurarse amor eterno fueran a desarrollar una enfermedad infecciosa.

Las celebraciones matrimoniales acaban siendo trascendentes

Por eso, por lo abrumador de todas las cosas por hacer, es por lo que proliferan las ferias de bodas (perdón, showrooms) y los organizadores (perdón, wedding planners) son un colectivo con gran futuro profesional en estos tiempos. Aquí en Lugo cuento hasta tres ferias en las últimas semanas, así que deduzco que hay nicho de mercado.

Piensen en las bodas modernas y en sus trillones de detalles. Los novios ilusos e inocentes empiezan quitándole hierro al asunto -«solo hay que elegir iglesia o juzgado y restaurante»- y acaban sopesando la posibilidad de contratar un dron para que les grabe el vídeo. Un dron. Vuela entre la gente como un moscardón gigante y te hace un reportaje al que solo le falta un Jon Sistiaga intrépido. Es la guerra.

Poder dejar en manos de alguien todo ese catálogo de decisiones tremendas debe de ser un alivio. A mí aún me parece un alivio mayor prescindir por completo de tomarlas, pero ese es otro cantar. Pongamos que contratas a alguien para que te refine la búsqueda, que si servilletas de hilo, que si ramo de peonías, que si peinado de Princesa Leia, que si banda de jazz... Eso te compromete exclusivamente a tres apariciones. La primera es la ceremonia en cuestión, esa es básica, no hace falta explicar más. La segunda, la sesión fotográfica, en la que habrá seguramente un océano arremolinándose a tus pies o tú y tu pareja arremolinándoos a los pies del océano, en función de la sensibilidad del artista; quizás uno de los dos sujete las riendas de un caballo, ya se verá. La tercera y definitiva, la ineludible, es la cita para pagar a todos los proveedores de servicios de la gran celebración; incluido el wedding planner y el fotógrafo oceánico. Habrá una cuarta o no dependiendo fundamentalmente de la anterior: el encuentro aeroportuario para huir de luna de miel a un punto donde recuperar fuerzas y subir al Facebook todas las fotos vergonzosas de los familiares entregados a King Africa.

De todas las cosas asombrosas que se leen, las entrevistas a quienes sueñan con el día de su boda desde la infancia son las que me parecen más peregrinas. Los que, desde que tienen cinco años, saben cómo será su traje y su orquesta, su pareja y su discurso de brindis, su menú y su tarta de pisos; esas personas que, antes de que existieran los drones ya sabían que el desarrollo tecnológico les permitiría tener un vídeo arriesgado y vanguardista de su fiesta, me parecen ciencia ficción.

Sobra decir que el otro día volví a repasar algunos mafaldas de la niñez y encontré a Susanita igual de rara. O más.

Este artículo ha sido publicado en la edición impresa de El Progreso del sábado 21 de noviembre.

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