Blog | El portalón

La vida pequeña

LA VISIÓN de la catedral de Lugo, muralla a la espalda, deja un leve estremecimiento, o al menos un asentir en los turistas que dan con ella, al fin, después de buscarla afanosamente durante cinco minutos. Lugo solo da para pérdidas breves, caminares desnortados minúsculos.

Ese asentir que nos provocan los monumentos grandiosos tiene algo de reconocimiento, un ‘'yo te he visto antes’' porque coincide con la foto de nuestras guías, pero también de jefe satisfecho: ‘'chicos, os han quedado bien las pirámides, era justo lo que yo quería'’. Ante La Gioconda, el Manneken Pis y todas las obras que son decepcionadamente enanas no se asiente; más bien se niega con incredulidad.

Este verano he visto a muchos turistas, pantorrillas al aire, asentir ante la catedral, tan limpia que parece nueva, ante la muralla, y quejarse de la inconveniencia de las termas, tan a desmano, como si estuvieran locos aquellos romanos. Esos ires y venires de extranjeros parloteando en sus idiomas, plano en mano, dio a Lugo un airecillo internacional que siempre viene bien, ligero como aliento de niño, que no cambia nada, casi ni mueve hojas pero se percibe y ya es algo. Gente nueva que se admira de tu telón de diario, te recuerda que hay tantas cosas excepcionales y algunas están cerca, hacen de fondo cambiante en los sitios de siempre. Son la decoración de temporada.

Pero no me engaño, con banda sonora en alemán o ruso, Lugo es cabezonamente provinciana, algo no siempre malo, y muchas veces también rancia, que siempre lo es. Se requiere vivir un poco para apreciar los encantos del provincianismo, creo. No es propio de jóvenes ansiosos sino de edades medias, de crisis convulsas de interior que se pasan pasmando en cafés pausados y plazas enanas, uno se desmorona por dentro y se hace estatua de piedra por fuera.

Incluso los que no conciben más ciudad que la pequeña, se doctoran en provincianismo con el tiempo. Le pasó a Unamuno en Salamanca. Venga a decir que no había para él más ciudad que aquella en la que del centro al campo no se superaba el cuarto de hora, pero no fue hasta que empezó a pasar tardes de balcón con libro sobre el regazo, sin leer, solo contemplando la vida que no comenzó a ensalzar la grandeza de lo pequeño y a alabar el "dulce placer de la murmuración". Le ocurrió a Pla, que se sentaba en los bancos de París en el tiempo de las primeras alcachofas a maravillarse con una estación que convertía a las mujeres, con los faldones de los abrigos flotando entre las piernas, en una especie de sirenas, y acabó exprimiendo Palafrugell emboinado, pese a las jornadas enteras, días rojos que diría la Golightly, metido en cama leyendo a Montaigne o los ejemplares atrasados de New Yorker que le llegaban por correo postal, el internet de sus días.

Rancio es todo aquello que estropea la paz pequeña y humilde de la vida provinciana

El discurrir lento, la proximidad de las cosas que nos acerca siempre a todo: a lo importante, a lo accesorio, a lo definitivo y a lo superficial; el acuerdo tácito de qué personas adquieren el título de personaje, gentes de fama legendaria e intergeneracional pero que cuaja solo entre los que habitan sobre el terreno: en el pueblo de al lado no entenderían a los nuestros porque tienen bastante con los suyos; todo eso es provincianismo genuino, delicioso y puro.

Lo rancio es la absoluta resistencia a que muchos mejoren si yo me incomodo un poco, el desprecio por lo común y ese creer que hay algo que nos pertenece en exclusiva por razones tan peregrinas como el apellido, el título, el aspecto o la hazaña una vez realizada, generalmente hace décadas.
Rancio es sentarse en el Centro y gritar café al aire, con la certeza de que alguien recogerá tus palabras y las materializará en taza y grano. Hacerlo incluso aunque el camarero esté a tu lado, por no molestarte en girar la cabeza y cruzar la mirada con el ser humano que te sirve la merienda desde hace décadas, como si ese gesto que encierra toda la sutileza de la comunicación interpersonal nos fuera a rebajar y no nos estuviera rebajando el hecho de no hacerlo.

Rancio es el médico que se resiste a que instalen las pantallas con numeritos para la llamada por turnos en el hospital porque acerca el proceso "a las carnicerías" y pronuncia carnicería como si hablase de un burdel. Él prefiere que sea la enfermera quien llame porque, acto seguido, podrá ser ella quien ayude al paciente a quitarse la chaqueta, no vaya a tener que perpetrar él semejante tarea.

Rancio es juzgar a la gente por su aspecto, como si este diese tanta información fiable que es imposible equivocarse, es creer que dar servicio en una administración o en un comercio consiste en presentarse por la mañana y abandonarlo por la tarde, sin más acción en el ínterin que mirar con desprecio reconcentrado a aquel que se acerque a pedir ayuda e interrumpir tu vida contemplativa.

Rancio es todo aquello que estropea la paz pequeña y humilde de la vida provinciana.

*Artículo publicado el sábado 24 de octubre de 2015 en la edición impresa

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