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La única oportunidad

                                                                                Piensan los jóvenes que hacen la selectividad, aquí y en China, que la vida les puede cambiar solo una vez

HICE LA Selectividad en un aula caliente en semipenumbra, con haces de luz polvorienta y unos asientos de esos en los que la mesita es un brazo de la propia silla, de tablero tan pequeño que algunos tuvieron que hacerse el habitual bodegón de un examen sobre las rodillas: pañuelos de papel, el DNI, dos bolis de repuesto, lápiz, goma, sacapuntas, reloj, amuleto, botellín de agua...todo colocado como en el cartel de San Froilán.

El tiempo es artero. Y también carpintero obsesionado con el barniz de la nostalgia. Si no, no se explica que ande yo ensoñando con dos días de nervio adolescente reconcentrado, de energía tan inquieta que salías después a la calle soleada y no te podías creer que la vida hubiera seguido como si nada: los panaderos amasando, los peatones cruzando a diez metros del paso de cebra, los camareros colocando con un giro de muñeca la carga del café. Esos dos días, mientras nos arábamos la cabeza en busca de la última arenilla de conocimiento, hubo telediarios y los Gobiernos tomaron decisiones. Que la vida sigue, te ocurra lo que te ocurra, es una cosa muy difícil de entender cuando eres joven y, por tanto, el centro del universo.

Si yo pisé la calle en ese estado de irrealidad que se produce tras un concierto -del que, si fue bueno, se sale temblequeante- imagínense a los estudiantes chinos, a los que el país espera. Los chavales de aquí, a quienes veo en los telediarios repasando in extremis, siseando, meciéndose como judíos estudiando la Torá, me producen ternura. Los de allí, toda la lástima. Los telediarios y periódicos se han ocupado de ellos con una dedicación que quizás parece exagerada. No creo que lo sea.

El gaokao, el examen de acceso a la Universidad, es una de esas dolorosas torturas inventadas por los chinos y después, en mil variantes, exportadas a otros sitios. Su origen, en forma y espíritu, es el keju, que era la prueba para trabajar al servicio del emperador; o sea, el nacimiento mismo de un cuerpo de funcionarios y de las oposiciones. Era la forma en la que una persona humilde tenía acceso a una vida mejor. Los funcionarios que obtenían la mejor puntuación eran seleccionados para ejercer en la Ciudad Prohibida, a donde se les permitía entrar por la puerta principal. He visto a chinos del siglo XXI aguantar la respiración y clavar las uñas en el brazo de su acompañante al cruzar esa puerta, ahora que para hacerlo el único requisito es pagar una entrada.

Hoy, el gaokao sigue siendo para gran parte de los nueve millones de jóvenes que se presentan cada año la única manera de llegar a tener la vida que todo padre chino aspira para sus hijos: un trabajo de oficina, en la ciudad, con dinero para una casa y un coche, para criar a sus hijos, incluso para el ocio. China sigue siendo uno de esos países donde solo la Universidad te da eso. Casi.

Para el gaokao los jóvenes estudian hasta el desmayo literal. Quien nunca haya visto a un chino estudiando no se imagina lo física que es una acción como esa, supuestamente intelectual. Hay movimiento, hay repetición eterna, hay ascetismo y hay extremismo. Hay hasta suicidio. Algunos comen solo una vez al día, hay academias que ofrecen suministro de oxígeno o hidratación por gotero, hay padres que dejan de trabajar para atender a sus retoños durante meses y que no tengan que perder el tiempo en las servidumbres de la vida independiente. Hay ciudades que construyen escuelas multitudinarias especializadas en garantizar un gaokao decente, que dé para entrar en la Universidad aunque no sea de primera línea, y que aplican incentivos propios de ‘'La chaqueta metálica'’. Se pagan miles de euros por pasar unos meses en ellas y sufrir el maltrato que deriva en la excelencia académica.

El examen es duro y la puntuación que exigen las mejores universidades de Pekín, extrema. Los dos o tres días que dura, depende de la provincia, el tiempo se detiene. No se hacen obras, ni se abren los bares, se corta el tráfico para garantizar la concentración y el descanso, se usan drones para analizar si algún estudiante lleva algún dispositivo para copiar, los que copian se enfrentan a penas de hasta siete años de cárcel. Sí, cárcel. Los padres esperan en la puerta del edificio donde sus hijos vomitan datos durante horas, bajo la lluvia, como fans arrebatados.

La angustia está hecha de esos momentos, de las oportunidades únicas que se saben especiales. Que la vida te pueda cambiar solo una vez, como piensan todos esos millones de jóvenes, es una esperanza reducidísima, rácana, que da para un soñar escaso. El gaokao tiene de bueno que borra por un tiempo todo lo que les espera después, toda la competencia feroz del resto de la vida.

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