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La renovación era esto

El PP de Lugo está sumido en un cambio gatopardiano, mostrando lo difícil que es vivir con el pasado


RENOVARSE ES durísimo, mucho más que nacer de cero, cuando todo es promesa y posibilidad. Pero resurgir de las cenizas (como el gato Félix, añadiría Caneda) requiere hacer un trabajo feroz sin que se note mucho, como si uno fuese así por naturaleza, de los que tiende a levantarse y andar.

Anda el PP de Lugo en esas y es un proceso extraño. Los militantes apagan el móvil a la menor ocasión. Ahí, encerradas en esa cajita plástica, dejan las advertencias del grupo de padres del Whatsapp y los chistes que mandan los cuñados, y disfrutan por un rato del bello placer de la desaparición. Qué bonito es vivir sin que nadie sepa dónde estás, a veces sin que ni siquiera tú lo tengas muy claro. Esa es la cuestión porque ahora teclear el pin y tener que posicionarse es todo uno. Y es difícil: para unos porque no conocen ni a Candia ni a Arias, para otros precisamente por lo contrario.

En la guerra civil que son las elecciones dentro de un partido hay mucho de autoengaño. Como quien agarra el superglue, iluso, ante los añicos de un jarrón Ming, se tiende a esperar que la fractura a la que obligan se podrá cerrar una vez acabadas y todos tan amigos. En ‘Érase una vez’, la serie de dibujos animados que dio clase de Ciencias a los de mi generación, cuando se abría una herida sonaba una alarma atronadora y se veía a unas piececitas blancas como habas que eran las plaquetas correr y tirarse en plancha sobre ella para taparla y detener el sangrado. En el PP les suena -¡ninoninonino!- una sirena de esas a volumen Pachá Ibiza.

Mientras, bajo ese ruido que parece emitirse a una frecuencia perruna de lo fácil que les resulta ignorarlo, se insiste en celebrar muchísimo todo lo nuevo que traen estos comicios internos. Es un poco como ir con tu madre de compras: toda la moda de temporada la vio ella hace décadas, incluso la vistió cuando realmente era algo nuevo. También alegrarse de que haya elecciones es una cosa del pasado, no puede ser que la democracia se interprete como vanguardia. «No estamos acostumbrados», dice García Díez en su blog, como un japonés rechazando un plato de filloas de sangre.

Pero lo más estrambótico de todo no es eso. No son las llamadas a los militantes para pedir su apoyo a una candidata, seguida de otra desde el mismo número para reconocer su error y reclamarlo para la otra, como si uno a veces confundiera sin querer Barça y Madrid; ni ir a recoger apoyos a la salida de misa de A Nova, como un comercial más de la Raíña; ni siquiera la sorpresa de tener que ejercer la democracia, con la pereza que da, con lo fácil que es elegir a alguien entre pocos y ya después confirmarlo entre todos, si eso. Lo peor son los mensajes electorales de borrón y cuenta nueva, los que se lanzan como si hasta ahora quienes hubieran estado hablando fueran los otros, otros según la definición de Sartre.

Es ahora cuando el partido va a tener transparencia y participación, cuando se va a contar con la militancia, cuando se va a llevar a las bases a la ejecutiva, cuando se les va a escuchar, cuando se les va a rendir cuentas, cuando podrán pedir explicaciones, cuando se conseguirá que el voto de cada uno pese lo mismo. Porque lo de ahora es la renovación, lo moderno, es mirar hacia adelante y ver el esperanzador futuro, el ansiado cambio. Curiosamente, todo eso lo va a hacer la misma gente de antes. Qué difícil es pronunciar ese discurso, qué seguridad ha de proyectar el que anuncia el cambio gatopardiano como si eso fuese un deseo universal, como si frente a él no hubiese un buen montón de personas que más que cambiarlo todo para seguir igual prefiriera que no cambiara nada si eso permitiese que, al fin, algo pudiera ser diferente.

Es justo decir, aunque no consuela, que les ocurre a todos. Quién puede hacer lo suyo, convencer de lo nuevo sin romper nada de lo heredado, sin pisotearlo sino respetándolo y aguantando incluso el trago de tener que alabarlo. Le ocurre a Lara Méndez, le ocurrirá seguro a quien sustituya a Rajoy, le ocurre hasta al Rey Felipe.

Unas elecciones internas en un año como este -en el que andamos aún desgobernados, con un presidente ensoñador que, como el que se va a ligar a Rusia, solo admite sus deseos más íntimos en el extranjero, con las autonómicas rondándonos- a quién le importan. Están los lucenses divididos entre los poquísimos entregados y una inmensa mayoría de indiferentes. No es mi caso: me fascina comprobar cómo siempre, pero siempre, es más fácil vivir contra el pasado que con él.

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