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La fantasía de lo merecido

El juicio de Isabel Carrasco muestra el caciquismo desde una perspectiva poco transitada: la de sus beneficiarios


UN DÍA DE sol. La enésima vez que sale a la calle con ese peso en el bolso. Los nervios anticipados, el estado en el que vive desde hace meses, cuando imaginándoselo lo convirtió en destino. La ve, como otras veces. Está sola, están solas. Es uno de esos momentos engañosos de las ciudades pequeñas, en los que parece que todo el mundo se ha hecho a un lado para dejar cierta intimidad. Nunca es cierto, siempre hay ojos tras las ventanas o un paseante lejano, pero se lo parece. Se cruza con ella y sabe, tiene clarísimo, que va pensando en otra cosa. Que no sea consciente de lo que ha hecho, de lo que va a pasar, la enfurece. Todo son latidos retumbantes y sudor en las palmas de las manos. Cuando ya ha pasado, se gira y le dispara tres veces, sin saber muy bien lo que hace y, al mismo tiempo, teniéndolo clarísimo. Siente que no tenía más remedio.

Me lo imagino perfectamente. Son las películas y las lecturas, es la descripción minuciosa de los periódicos y es también, sobre todo, la familiaridad. Me suena esa capital pequeña, esa Diputación, ese poder provinciano que a veces se ve ridículo y otras, omnímodo, que diría un ‘amanecista’. Me suena ese relato del que siente que una sola persona, una, ha acabado con la vida que le esperaba, la que había apuntalado por el peregrino método de los favores y siente que eso, pedir favores y conocer padrinos, equivale a ganárselo a pulso.

Lugo era así hace cinco minutos. Igual que Léon y media España


Lugo era así hace cinco minutos. Igual que León. Media España era así hace cinco minutos y aún en este instante, en la hora en punto, lo sigue siendo. Vagan espíritus por nuestras calles, víctimas de los poderosos de los pueblos. Primero les negó la plaza pública, esa de la que casi solo saben ellos, que se convoca el día 24 de diciembre o el 14 de agosto, que se cuelga en los tablones de anuncios entre un collage de otros papeles, eficaces cortinas administrativas, y que incluye entre los requisitos la línea más peregrina de su currículum. Después se convirtió en cortafuegos y cada mecha que prendían, cada llama debilucha, que solo daba para calentarse las manos, moría a su encuentro: ni los amigos contratan, no digamos los desconocidos.

Aquellos que creen que no cumplieron con ellos, que exigen honor en el barrizal de la política como si esa palabra tuviera algún sentido en ese contexto, viven entre nosotros. No tenemos, sin embargo, a nadie como Montserrat González y Triana Martínez. La mujer que, como en un delirio, se cree madre coraje, abocada a la salida más extrema como la única que traerá la paz. La hija que aún ahora sigue viviendo en la fantasía de lo merecido, que fue contratada porque en los pueblos no podían ver Telecinco y se convenció de que ante ella solo quedaba una existencia complaciente, esa cosa gris y absurda que se da en llamar ‘la vida asegurada’. Esa chica que dejó, en el coche de su mejor amiga, el bolso con el arma caliente "metidín" bajo el asiento sin pensar que le fuese a complicar la vida. "Ya lo siento", dijo.

El juicio por el asesinato de Isabel Carrasco es el perfecto agujerito por el que contemplar el caciquismo desde su perspectiva menos frecuentada: la de sus beneficiarios. Los que ganan con él solo hablan después, cuando ya han perdido. En ese instante cuando sienten, por primera vez, toda la impotencia del que no tiene posibilidades, la frustración del que nunca gana y se indignan con la injusticia. No la del sistema en si, que tanto añoran, sino la de haber sido expulsados de sus amorosos brazos. Y se quejan. Primero en privado, cautelosos, al que aún esperan que les ayude a regresar; después, iracundos, a esos mismos que les cerraron las puertas y, finalmente, en público, a todo el que quiera oírles, que generalmente es nadie. No hay solidaridad con los damnificados de los caciques.

Montserrat y Triana constataron que sus penas no importaban, o no lo suficiente, y se lanzaron a un crimen como el de una película de sobremesa dominical. Burgués, patoso y un poco absurdo. Siempre doloroso, aunque Isabel Carrasco tuviera tantos víctimas en León que se imaginaron liberadoras. Creyeron que ahí iba a acabar todo, aunque las posibilidades de que saliera bien se las muestra cada semana esa cadena que Triana ayudó a llevar a las aldeas cerámicas de su provincia: cero.

Imagino que aún deben de estar rumiando cómo puede ser que precisamente a ellas, que merecían tanto, les haya ocurrido algo así.

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