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Inmortalidad para qué

Dice Nature que hemos llegado al límite de la vida humana y que es de 115 años

QUE LA GENTE se muere es un descubrimiento terrible, que te echa unos cuantos años encima. Uno es un niño despreocupado e infantil (lo que parece redundante, pero no, porque hay niños muy viejos) hasta que muere alguien querido y aprende lo enorme y definitiva que es esa desaparición. Y aun así, porque la niñez es perseverante y se te agarra como ningún otro momento de la vida, el niño cree que eso a él no le va a pasar. Toda esa imaginación prodigiosa, que le rellena convenientemente los huecos de realidad que no comprende, no le llega para concebir tal cosa horripilante. Cuando se da cuenta de que sí, de que él también, envejece sin remedio.

Con la literatura médica pasa lo mismo. Hay canas y otras oxidaciones que se llaman Nature. La última, de esta misma semana, cuando un grupo de genetistas nos informaron de que ya hemos llegado al límite de la vida humana, que es de 115 años. Más allá de eso habrá contadísimas excepciones pero ese es nuestro tope, nuestro techo biológico. Como límite que es, muy pocos lo alcanzaremos, pero cada vez somos más los que llegamos hasta ahí.

Al final, la inmortalidad no compensa porque ya no interesa. Nos cansamos, flaqueamos, nos queremos ir 

¿Qué me dicen de ese plural? ¿De toda la esperanza y la confianza, del optimismo un pelín descerebrado que hay en ese plural? Aclaro que no es fe verdadera, son esquirlas de la infancia, astillas que llevan décadas ahí clavadas y que a veces, según me mueva, noto: cómo puede ser que vaya a haber un mundo sin mí. Pero lo habrá y estoy segura de que, si el tiempo avanza lo suficiente, desearé que lo haya, igual que otros muchos antes que yo. La verdad, no sé ni si yo ni si el mundo nos vamos a poder permitir que estire este chicle hasta el extremo.

Tengo una amiga que, de vieja, aspira a ser como los jubilados nórdicos. Ella, que tiene dos hijos y cada vez que mueve a su familia arrastra baúles, se deleita mirando en los aeropuertos a los suecos de 80 años que cruzan medio mundo con una maleta de cabina. En la jubilación quiere viajar ligera. En mi caso, vi una vez en Españoles por el mundo a la presentadora entrando en una cafetería australiana en la que había quedado con una entrevistada y encontrándose por casualidad a Rosa María Calaf, que estaba en el país por tres meses, para recorrerlo con calma ahora que se había retirado. Pensé: "Rosa María, qué bien".

Pero también he visto a mi abuela llevando unas hojas de periódico dobladas en el bolso para sentarse sobre ellas en las escaleras de su casa cuando se cansaba. No le gustaba nada que los visitantes capaces de llegar arriba antes que ella la acompañaran en su reposo escalonado y te urgía a que la esperases ya en casa: quien podía subir rápido debía aprovecharlo, qué maravilla era hacerlo sin pensar y sin notar nada, solo un pie tras otro, el ruido mecánico de un movimiento inconsciente, cayendo a veces en la osadía de subir dos escalones cada vez. Ella te miraba hacerlo con toda la nostalgia.

Este asunto del sentarse le obligaba a preparar sus salidas con tiempo, a incluir en el cómputo general de sus días esos respiros. Un tiempo antes de morir empezó a decir que ya le iba siendo hora de marcharse. Así exactamente, con esas mismas palabras, como si tuviera que subir una escalera altísima y debiera emprender el camino con calma y bien armada de papeles de periódico porque le iba a llevar un tiempo.

Al final, la inmortalidad no compensa porque ya no interesa. Llega un momento de desgana, en el que la mera contemplación de la vida no es lo que queremos, pero tampoco estamos ya para otras zarandajas. Nos cansamos, flaqueamos, nos queremos ir. Nos quedaríamos, claro, si las cosas fueran como antes, si nosotros (y los otros) no hubiéramos cambiado, o no tanto; si mirásemos alrededor y reconociéramos el paisaje o si, sin hacerlo, quisiéramos conocer este nuevo. Aunque todo en el exterior sea idéntico, hay un click interno, un interruptor que se prende y que lo cambia todo, que nos decide. Es un Rubicón casi adverbial. Antes dices "yo, todavía..." y, al cruzarlo, se convierte en "yo ya, para qué".

Y ahí está casi todo. También en el morir hay algo de voluntad, menos mal. Luego el Nature que diga lo que quiera.

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